Sirenas de la noche. (1ra. parte) José Luis Facello

 


 


Bajo el alero de la casa, don Alejo a pequeños sorbos bebe ginebra, propiciando a cada intervalo el encuentro con recuerdos que son poco más que hilachas de su memoria.  

Por sobre el barrio Las Retamas se impone la negrura del cielo abrillantado y el caprichoso trazo de las constelaciones. Espera el hombre, que, en ese estado a mitad del limbo y la consciencia, baste tan solo un segundo para atisbar la noción del espacio infinito. Y apreciar nuestra propia dimensión de pequeñez.  

El espacio azabache, un pozo sin fin al que ni siquiera alcanza a perturbar el derrotero de los satélites artificiales. Pero aquí abajo, basta con que irrumpa en la lejanía el ulular de las sirenas para que la paz sea alterada. 

El viejo hombre da otro sorbo al vaso y se deja llevar hasta preguntarse, como hacía de joven, sobre el porqué de las cosas.  

Si se tratase de la sirena de un patrullero, cavilaba con cierta inquietud, podría en algún lugar invisible más allá de la zanja llevar a una redada contra el crimen organizado, o tal vez, la urgencia obedece a ayudar a una mujer parturienta.  

Hay policías, hombres o mujeres indistintamente que, llegado el caso y en un santiamén, les basta con un asiento del móvil para con el saber de las comadronas, asistir a la parturienta y al recién nacido.  

Un buen por qué, que justifica el llamado al 911, y agradecer el accionar de la policía de modo plausible cuando se ajusta al bien público, y como tal, no debería admitir otras interpretaciones. Pero se sabe, nunca falta un gusano en el corazón de la manzana que estropea las cosas…  

Don Alejo aparta la mirada de las sombras traspasado el portoncito y se abandona con el placer de navegar por mundos imaginarios. El fruto prohibido en la niñez, por haber leído revistas de historietas o pegar la oreja a la Westinghouse a la hora del radioteatro. 

En cambio, escuchar la sirena de una ambulancia lo predispone a un estado de angustia, pero también a la esperanza, a veces empañada por la insatisfacción de estos tiempos. 

Qué sentimiento puede deparar la pronta asistencia a los heridos o los ancianos, que no sea de gratitud. Otra expectativa se instala en la cabeza, al ver llegar a la ambulancia en espectral silencio, detenerse y aguardar a un vecino para ser trasladado con lo puesto, el miedo y la pesada mochila de sólo pensar en ser otra víctima de la Cosa. 

Sí, la pandemia es un mal de época que remite a los desastres de la guerra. 

El hombre embucha otro trago de ginebra y se deja llevar mientras pasan las horas nocturnas y los recuerdos ardan como el dolor de una úlcera estomacal.  

Las noticias pasan rápido o se pierden, pasado el tiempo, en los pliegues de la memoria.  

Pero en las guerras sobran y han sobrado ejemplos del mal uso de las ambulancias, incluidas las de la Cruz Roja. Entre nos, tiempos ha… más de una ambulancia se convirtió en transporte de armas para uno de los bandos. 

Es costumbre, que las bombas de estruendo alerten a los bomberos voluntarios, entonces y en cuestión de minutos, se escuchan las sirenas de los carros hidrantes y los móviles de salvataje. Por qué podrían enfrentarse a la urgencia de un choque múltiple en la autopista, y no tanto, en la rutina hasta descolgar a un suicida. 

Sobran porqués en el quehacer de los bomberos, pensó el hombre a modo de remate.  

Don Alejo cargó el vaso con ginebra, trasparente como el agua pura, y sonrió para sí con picardía. Era la hora indefinida de la noche en la que cantan los gallos.  

Y rato después, pensaba abrazado por la nostalgia se escucharía otra sirena, casi el aullido de una fiera acorralada, señalando el horario de cambio de turno en la vieja fábrica. 

La última fábrica en pie, de ladrillos, altos techos de zinc y rejas de hierro forjado. 

Como tantos desgraciados ella también estaba condenada.  

A fin de cuentas, los parados y la vieja fábrica, soslayando por un momento las cuestiones de clase, compartían un destino común con la condena a muerte de los tiempos modernos. 

El viejo hombre empinó un buen trago como forma de mitigar los pesares de un derrotado. 

Su pensamiento se emborrascó, ante los asuntos que no nos son ajenos.  

Incontables humanos condenados a las hambrunas y la sed, al malcomer, sin otra explicación que achacar a los efectos del cambio climático, pero haciendo oídos sordos a las alarmas que titilan en rojo desde hace ya medio siglo. 

Si mal no recordaba don Alejo, la primera cumbre por la Tierra fue en Estocolmo allá por 1972. Y veinticinco años después, se firmaba el protocolo de Kyoto, en Japón.  

Y seguramente, el hombre se jactaba que no hace falta ser adivino, para que en cinco o seis décadas no quede otra que adaptarse a la llegada de las aguas y los pantanos tropicales. Él especuló como los ancianos en que no llegaría a ver la catástrofe… 

Cosas de viejo y sin certezas, murmuró al quedar a merced de la borrachera.  

(espacio)  

Noche fantasmal, el banco de niebla se extiende por el pajonal y más allá, latente, la misteriosa orilla de la pampa salvaje. Más acá, la lagunita frente al mundo imaginario del pescador y la aventura liberadora de Alejo el joven. 

Clima de desvarío bajo la neblina. Mientras sobrevuela el grito de las aves entre los árboles achaparrados, invisibles, crece la tensión que provoca el pique de bagres y mojarras, invisibles, en tanto el claror apenas insinúa el mundo de las luces y las sombras. 

En cuclillas, el joven con mirada persistente seguía el vaivén de la boya anaranjada, con algo en la mente que con el correr de la vida se convertiría en una obsesión. 

Preguntar, preguntarse.  

¿Cómo llegan los peces a la lagunita?, se interrogó en ese momento sublime. 

En época de crecidas, los diminutos peces bien pueden nadar desde el gran río por los campos inundados, colarse por los canales y las infinitas zanjas, por las banquinas… 

Pero qué sucede en las temporadas de prolongadas secas, dicen que, signadas por las corrientes del niño o de su hermanita, para que los peces se multipliquen en los ojos de agua no sólo en la pampa, sino como dicen, en las serranías. 

¿Cómo llegan los peces a los ojos de agua?, murmuró por lo bajo.  

No hay una respuesta. Las gentes simples, atribuyen la presencia misteriosa de los peces sierra arriba, a la mano de los dioses; los paisanos observadores por su parte, deducen que las aves acuáticas llevan de un lado a otro los huevecillos adheridos a sus patas; los meteorólogos en cambio, atribuyen el asunto a los temporales provenientes del mar, al descargar de modo sutil a millones de alevines entre las copiosas lluvias de febrero.  

A Alejo el joven, le pareció escuchar una tibia voz que ha poco derivó en hechizado canto. 

Buscó asociarlo a los sonidos de la lagunita, al silbido de la brisa entre los matorrales, al siseo de los cuis moviéndose bajo el pastizal, hasta que fiel a su curiosidad, notó que algo se movía entre el juncal y los primeros resplandores del amanecer.  

Agarró en una mano la linterna y en la otra el cuchillito de las carnadas, dispuesto a esperar mientras escuchaba la melodiosa voz. 

La curiosidad dio paso a la sorpresa, al advertir la presencia de alguien con hermosa cabellera rubia. 

Logró dominarse. Reconoció en la media luz a una mujer del tipo nórdico, al estilo de las películas de vikingos, dos gruesas trenzas, un collar de caracolas, las tetas abultadas y una sonrisa enigmática que perturbó la paz de la lagunita. 

¿Qué estaba haciendo una mujer desnuda en ese lugar? 

Por lo pronto estaba sola y parecía drogada… 

Alejo el joven, estaba dispuesto a preguntarle, si estaba todo bien o fue víctima de un robo o si huía de un asesino, o si aquella actitud obedecía a un primitivo ritual hippie.  

El muchacho se sintió un imbécil, no podía preguntarle nada de todo eso que no asustara a la belleza con forma de mujer.  

Ella se mantenía en actitud recostada, de modo extraño, si se quiere rendida por el cansancio, pero a la vez, dueña de cierta perfidia seductora. 

Tampoco podían permanecer mucho más tiempo así, mirándose.  

¿Qué preguntarle?, se preguntaba el joven. 

En tanto, ella se zambulló a las aguas calmas de la lagunita a modo de respuesta. 

No creyó lo que sus ojos. ¡Era una sirena! 

Ella emergió junto a la boya anaranjada para decir el porqué de algunas cosas.  

Al joven Alejo se le cayó la linterna en las oscuras aguas y paralizó el corazón. Por un instante creyó que a sus catorce años iba a morir. 

Nadando por el gran río con sobrada experiencia, ella reconoce haber cometido un garrafal error, al avanzar en la noche por el canal del arroyo Las conchitas, para a poco, desorientarse en el laberinto de las zanjas y tajamares de los quinteros, y al fin, llegar exhausta a la lagunita.  

Tan desorientada, creyó ver el mar en las aguas crecidas de los bajos de Berazategui. 

Muy de los navegantes del siglo XVI, había escuchado Alejo decir a su profesora en la nocturna.  

Para sorpresa del joven Alejo, Alosa Henander como dijo llamarse la sirena, advirtió tarde que le había pasado lo qué al mareante Díaz de Solís. Que preso de las fiebres de los exploradores, nombró Mar Dulce al gran río. Que supo cómo todo adelantado ibérico morir en un encontronazo, según dicen con los Charrúas, pero no pudo zafar del mágico destino en un ritual antropofágico, semejante a otros actos de barbarie propios de los humanos… 

Alosa la sirena, dice extrañar los fiordos, las auroras boreales y las sabrosas semillas del pino rojo. Pero ella aborrece del frío y los témpanos, arrastrados desde la espectral Groenlandia hacia los confines del mar de Barents, y es por todo eso, que decidió emprender una aventura por los Mares del Sur.  

Tenía otra motivación oculta que no dijo, buscar a sus antepasados vikingos afincados en la isla Martín García, centurias antes de que avistaran en el horizonte una primitiva carabela. 

Y hasta aquí llegó, a la lagunita, para primero sentirse asustada y ensayar un canto de amparo, lejos del burdo relato sobre Ulises amarrado al mástil.  

Cuando en eso, la descubrió el pescador con el fugaz haz de la linterna y después, superada la mutua sorpresa entre desconocido, animarse a comunicar con un lenguaje rudimentario, de ademanes y señas, gesticulando sonidos con la boca y nariz, dando pistas con el giro de los ojos en órbitas enloquecidas o entornando plácidamente los párpados, sin perder por un segundo, el dramatismo propio de los personajes del teatro japonés.  

Alejo el joven y Alosa Henander la sirena, se enamoraron locamente, y la pasión duró lo que duran los amores atravesados por lo exótico… 

(espacio) 

A primera hora, Magalí, la hija de doña Elma, saluda a su vecino hundido en la resaca de una noche a todas luces borrascosa.  

Aunque te parezca raro, dijo don Alejo, soñé con una sirena. 

Juegue a la quiniela, sugirió la muchacha al alejarse. 

La sirena… ¡el 32! gritó unos pasos más allá. 

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