Alejo y la sirena, Parte 2. por J.J. Ferrite

Don Alejo no salía de su asombro. ¿Por qué recordar el pasado? Hechos presentes de modo nítido en las voces y los rostros reconocibles, en el olor salobre, en la pasión desmedida entre dos seres semejantes, no obstante diferentes. Mire como se mire, uno para el otro eran dos seres de ultramar. Se sirvió una doble de ginebra en el vaso, con la necesidad de cortar la resaca del amanecido y el dolor punzante en el costado. La noche o el ensueño proseguían develando el misterioso ayer tanto como lo verídico de los acontecimientos. El hombre sorbió del brebaje cristalino y masculló sus pesares, los olvidos. Porque lo revivido en la noche o el espejismo del sueño, eran pálidamente reales como para restablecer la gozada de aquellos días lujuriosos y el dolor latente por un gran amor. No estaba refiriendo, balbuceaba don Alejo, a una vulgar y azarosa aventura amorosa. Estaba hablando, decía pispiando en derredor, del amor pleno, puro y desprejuiciado que pueda imaginarse. Y lo inexplicable, de aquellos recuerdos de juventud habían transcurrido una carrada de años, sin que la ilusión perdiera los tiernos y apasionados detalles de entonces. Al despuntar el alba, el hombre ileso a la borrachera pero presa del asombro, pudo notar que la ropa y los borceguíes que aquella vez usó en el viaje a la isla, estaban chorreando agua en el alambre de secar la ropa, como una señal paranormal… o vaya a saber qué. No era el fruto de la ginebra ni una visión de su cabeza afiebrada, pero por un instante temió ser víctima de los chamanes vikingos. El cielo nocturno y el alero eran testigos. Años lejanos que no pretendía enterrar, cuando punzaba más el instinto del pescador que renegar por el olvido de alguna cosa. Bastaba una línea de fondo y otra con boya, buena carnada y anzuelos para tentarse a encontrar un buen lugar, apartando juncos antes que la negrura invadiera el cielo sobre la lagunita. (espacio) Delante de mí, el banco de niebla agita los fantasmas de las aguas quietas, mientras presiento agazapada en la cercanía, el acecho de la pampa. Salvaje, murmurosa. Con la mente fresca y avispada de mis catorce abriles, dejo en medio de la noche dar rienda suelta a la manía de preguntar y preguntarme. ¡Cómo no sorprenderme! No había cantado el gallo, cuando escuché entre el juncal una canción tan triste como seductora, lo que resultaba temible y propio de estos años violentos. De inmediato me transformé, hasta atinar a preguntarme ¿si yo era el paciente pescador o la presa del perseguidor? Estoy nervioso, pero puedo jurar que yo no hice nada… Entre los árboles, el grito de un hornero cobró vuelo advirtiendo el peligro. Aferraba la linterna en una mano y el cuchillo de la carnada en la otra, hasta sentir entumecer los dedos como escarchados. Y el olor al miedo, a riesgo de delatar mi presencia. La brisa agitó los juncos y trajo un olor marino. A la dulce voz acompañó el silencio del juncal hasta que la aparición fugaz de una hermosa joven de trenzas rubias, tetas firmes y un collar de caracolas por toda vestimenta develó parte del misterio. Y el fugaz regalo de aquella sonrisa enigmática, que perturbó en mí la noción de lo normal… sin saberlo, para el resto de mi vida. Algo estaba fuera de lugar, la mujer era del tipo de las suecas de las películas. ¿Qué estaba haciendo una muchacha desnuda en ese lugar? Mientras, yo me torturaba por el sin sentido, buscando las palabras… ¿Qué decir? ¿Qué preguntarle? En tanto, ella se sumergía en las aguas oscuras de la lagunita y yo expectante hasta que asomó con su hermosura junto a la boya anaranjada. Hizo un giro elegante agitando espumas frente a mí, más que suficiente para mostrar su condición. Era… ¡Una sirena! Fue lo que primero que se me ocurrió balbucear, presintiendo estúpidamente una pesca fantástica que asombraría a mis amigos. Chapurreando una mezcla de castellano y portugués, la mujer pez con voz tierna dijo llamarse Alosa Henander. A orilla del juncal, Alosa explicó una vez dominado los nervios, como confundió los bajos de Berazategui con el mar, hasta perder la idea de su derrotero y el instinto de los vikingos; virtudes inútiles en las encrucijadas de canales y zanjas, que a la postre, la condujo por el engañoso silbido del juncal y las casuarinas a las traicioneras aguas estancadas. ¿Pero qué te trajo a mí provincia? Le pregunté, sin caer del todo en una situación incomprensible y a un paso del abismo… ¿Quién de mis amigos iba a creerme la historia de la sirena? Ellos eran incrédulos, salvo respecto al temor a Dios, y en la ocasión menos pensada no vacilarían en acusarme de mentiroso o tarado. Calculé a vuelo de pájaro, que la aparición de Alosa Henander lo guardaría en el mayor de los secretos, era eso o pasar a pan y agua y torazina, encerrado en un loquero de La Plata. (espacio) Todo para el joven Alejo se presentó de modo precipitado. La aparición en la lagunita de Alosa, la sirena, fue el primer hecho extraordinario. Entre ambos jóvenes, el culto al amor libre del menor tapujo, fue lo segundo que ocurrió. La tercera cuestión fue cuando ella, con una motivación hasta entonces secreta, lo invita a nadar hacia la isla. Para el joven pescador no hubo tiempo de pensar nada en ese absurdo amanecer. Después de horas de rodeos en las crecidas aguas, habían alcanzado sin mayores contratiempos la costa de Berazategui y a poco adentraban al gran río. Alejo apremiado por las extrañas circunstancias sólo atina a abrazarse al cuello de la sirena, inconscientepor lo que creyó, el cercano y gozoso final de su corta vida. Qué otra cosa cabía suponer de una incursión, a ratos sumergidos en las aguas bermejas del gran río recibiendo el oxígeno boca o boca, sino la proximidad del peligro. O nadando sobre las olas, al veloz impulso de la cola de la mujer pez. ¡Ah placer indescriptible! Bajo el sol ardiente, jugueteando en las aguas, Alosa lo puso al tanto del plan que había insinuado en la orilla del juncal, pero que, a esa altura de los acontecimientos, como se comprenderá, ya era una aventura compartida. Alosa Henander, confesó ir en busca de sus antepasados vikingos afincados en la isla Martín García desde hacía centurias, mucho antes del día que avistaran en el horizonte del ancho río a las primitivas carabelas… Ella había pedido la ayuda de su enamorado (hechizado de amor para entonces) por dos buenas razones, una, para retornar sin contratiempos de la lagunita al gran río, y otra porque Alejo dominaba el habla bonaerense. La lengua bonaerense, aprendida en las calles por el joven desde su primera infancia y comprendida cabalmente en la nocturna de la Escuela Nº 2, partía de los entresijos del castellano impuesto en el Río de la Plata, pero amalgamado con otros hablares, al originario guaraní, los aportes eslavos, piamontés, aimara, ídish, el romaní entre otros. La academia atrasaba el reloj, reduciendo el modo de hablar bonaerense a una jerga, a un dialecto, renegando de la herencia del maldito lunfardo de los cuchilleros de Borges hasta la procaz irrupción de los raperos suburbanos… Impunes fratricidas de la lengua castellana, decían con resabios de rencor los madrileños viajeros por estas tierras. Estas tierras, se entiende por Buenos Aires y Montevideo. Duden de las academias, recomendaba la profe de la noche, exceptuando al Racing club… La sirena, a quién poco importaba la pureza del habla, se proponía evitar nuevas confusiones y de ahí el papel de Alejo. Buscar el modo de comunicarse con los lugareños de manera amigable y sin ser confundidos con turistas. Hacer factible el encuentro con los sobrevivientes y al fin entonces, poder honrar al pie de los enterramientos vikingos. A media tarde, Alosa y Alejo recorrieron las aguas adyacentes a la isla buscando un lugar para descansar. A su costado observaron los higuerones y los montes de alisos, nadaron dejando atrás el muelle nuevo y las ruinas de los polvorines, avanzaron en dirección al norte para evitar el camalotal que bloqueaba el puerto viejo, para al fin, internarse por entremedio de los bancos de arena y la isla Timoteo Domínguez. Y rato después, descubrir un canal de desagote entre el pastizal y por él, adentrarse explorando en la selva ribereña hasta llegar a un cementerio de indios. Después del esfuerzo, Alosa descansó sobre una piedra y junto a ella, el joven Alejo aterido por el frío de las aguas se recostó tiritando bajo el sol. Las ropas colgadas de las ramas de un ceibo completaban la bizarra escena campestre. Por su parte, Alosa imagina el encuentro con sus ancestros y Parténope se adueña sutilmente del sueño. El mito de la sirena Parténope, cumpliéndose el oráculo de Gea, decía que las sirenas al caer en desgracia se precipitarían al mar para convertirse en rocas. Lo que no dice el mito es que el cadáver de Parténope habría sido arrastrado por las olas a los mares incógnitos, y protegido su cuerpo por los delfines hasta que se asentó el basamento pétreo de la isla rioplatense. Los antepasados vikingos de Alosa Henander provenían de las sirenas Asradi pero un embrujo de amor bien podía misturar a las sirenas, por su sola condición de sirenas. La piel blanca de las nórdicas y la trigueña de las griegas se asimilaba sin dar lugar a malévolas mutaciones. Alejo, sin soñarlo restauraba viejos miedos. Había escuchado conversaciones de sus tíos que recordaban a presidentes derrocados, a veces, rehenes en la prisión militar de la isla. Ellos contaban, que uno de los prisioneros regresó a la gran ciudad investido con la fama de un héroe homérico o hernándico, y por eso fue ungido con el óleo sagrado en la plaza de Buenos Aires. Años después, tal cual un héroe en desgracia fue condenado al destierro, sobrevivió al exilio en la meseta castellana para regresar y morir en la quinta de Olivos a una edad indescifrable. Un jefe con sus más y sus menos, hombre al fin, pero signado con los dones de un Profeta. Lo que con el tiempo dio pie a los poetas y la oda del eterno retorno del héroe. Sus tíos eran hombres de fe para con la especie humana… Eran demasiados asuntos para el joven Alejo, pero suficiente para no olvidarlo jamás. Y una vez más preguntarse. ¿El por qué? de un héroe mestizo en la pampa gringa… Alosa Henander lo sacó de sus cavilaciones al decir por su parte, te cuento. Cuenta una leyenda en el país de los fiordos, que un pescador y su mujer, emprendieron por el solo afán de la aventura un viaje al poniente siguiendo la ruta corta de Leif Erikson. Jóvenes y dueños del coraje de los navegantes, comenzaron por vender la barca de pesca y afanarse en construir un knarr de eslora semejante a la barca. Tardaron un año en la faena y otro poco en adaptar un fogón, como un asunto de vida o muerte, para mantener las leñas encendidas y a buen resguardo del oleaje o las nevadas. Cocieron la vela de piel de focas con esmero y pidieron al herrero cabillas reforzadas para los remos del largo que dictaba la experiencia, la pala del timón cobró la forma a golpes de hachuela en manos del carpintero. Lo demás era el alistamiento, agua y pescado salado y pan de centeno para sobrevivir durante las semanas de navegación. Él portando la navaja de un filo, ella con el arco y las flechas a mano. Ambos, bajo la piel de oso con los amuletos pendientes del cuello para invocar, llegado el momento, los favores de Odín. Mis ancestros, dijo Alosa Henander al verter una lágrima brillante cual diminuta escama. Ellos, continuó la sirena, habían memorizado hasta el mínimo detalle los mapas y relaciones de Leif y sus compañeros. El plan era que al alejarse de la costa vikinga pondrían rumbo a las islas Faroe, de allí a Greenland, bordearían semanas después la bahía de Baffin hasta finalmente tocar la Terra-nova. Terra-nova, la tierra descubierta por Leif Erikson, enfatizó Alosa, que anticipó cientos de años a las travesías del navegante genovés. Ese fue el comienzo, pero mis testarudos parientes navegaron al sur, hasta llegar al gran río y por fin desembarcar en la roca de la malograda Parténope. Quizá debido a la fatiga, o al deterioro de la nave, o sencillamente por estar a gusto con las bondades del clima templado, se establecieron poniendo fin a la aventura. Obtuvieron de las tribus canoeras el respeto y la estima de las gentes de mar, juntos lograron a poco, entender las leyendas bajo las estrellas y los dioses que fuesen. Lo que siguió siglos después, fue la perversa e interesada crónica. ¿De qué estás hablando? murmuró Alejo, el de la lagunita. Las pocas cartas que sobrevivieron a los incendios y los naufragios, dan cuenta que el capitán de la carabela, en nombre de la reina, desembarcó con los suyos acosados por los monstruos marinos y el escorbuto. Y esperando encontrar el reino de la India se toparon con nativos mal trazados, y por el mal presagio de las fiebres creyeron ver que algunos de aquellos seres lucían rubios. Para mayor espanto, distinguieron en el cuello de todos ellos, las marcas que atribuyeron al maligno… Alejo el joven, recién entonces cayó en cuenta de la mutación, embelesado por la miel del cutis propio de las sirenas, pero sin haber reparado en las agallas carmesí ocultas bajo las trenzas. Los vikingos, contaba Alosa, de inmediato reconocieron a los bárbaros ibéricos, y a su vez, estos se percataron que las hordas provenientes de los hielos y las estepas ya estaban aquí… Cada bando con su mirada aplicaron la solución racial y el resultado fue un relato amañado y pícaro contado por los sabios y bufones de la reina de Castilla, de Navarra y Aragón. Reina conocida como Juana la loca. Pero se sabe, por entonces acusar de brujas a las mujeres era la excusa de los señores para encubrir otros despropósitos… Mis antepasados vikingos repudiaron la pretenciosa bula, los edictos, y se trabaron en feroz pelea con ellos. El mensaje para los tripulantes que permanecían a bordo de las otras carabelas fue contundente, en la playa las fogatas lamían el cielo con sus llamas, y a poco, redujeron los cadáveres a cenizas que llovieron sobre los cristianos sobrevivientes. Cuenta la leyenda que los charrúas repelieron la agresión a golpe de boleadoras y flechas con puntas envenenadas, demostraron su prestigio guerrero así como ganaron el respeto de los vikingos misturados. Muy interesante, dijo el joven con un trébol entre los labios. Ya recuperada las fuerzas, Alejo se dejó llevar por los sueños en los brazos de su amada… (continuará…

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