Aunque asombroso, es verídico. Por J.J. Ferrite

La brisa del lado del río traía sonidos maliciosos, que a esa hora del atardecer no hacía otra cosa que molestar alrededor de su cabeza cana. Una observación vulgar muy propia de Alejo Pertinente, en un amasijo que integraba el paisaje suburbano y los recuerdos que se presentaban de modo intempestivo, tan vívidos como confusos, cayendo en cuenta que los avatares del tiempo lo perseguirían como su propia sombra. Con las últimas luces del poniente, don Alejo mateaba bajo el alero a buen resguardo del sereno. Desde hacía, no sabía cuánto, creía escuchar cosas nunca oídas, pero hombre práctico al fin, desestimó sin más las señales de su afiebrada cabeza, para mirar con mayor recelo a la radio y las voces que pugnaban por salir de ella. La vieja Hitachi le había hecho compañía en las buenas y las malas, pero consideró que esa vez ella no tenía la culpa. En todo caso, eran las voces alteradas, sofocadas en la gritería semejante a la de los comentaristas, previa-durante-posterior, al juego en cuestión. Mientras, las canchas de fútbol eran espectros de otras temporadas… Aunque justo es decirlo, los comentaristas deportistas no estaban solos, competían con diversos cuenteros de parecido contagio. (espacio) “_ ¡Es él! ¡Es él! ¡El bufón de largas faldas del que nos hablaron los tripulantes del Town-Ho! Se refería a una historia extraña acerca de Jeroboam, relacionada con cierto marinero de la tripulación, referida algún tiempo antes, durante el encuentro del Pequod con el Town Ho. De acuerdo con la misma, y por lo que se supo más tarde, el bufón de marras se había ganado, al parecer, un ascendiente prodigioso entre casi todos los hombres del Jeroboam. He aquí el hecho: Imbuido tiempo atrás en las extravagantes doctrinas de los shakers de Nyskayuna, había ganado entre ellos renombre de profeta. En sus reuniones secretas y lunáticas, había descendido varias veces del cielo por un escotillón, para anunciar la inmediata apertura del séptimo frasco que llevaba en el bolsillo de su chaqueta, y que, según se suponía, en vez de pólvora, contenía láudano. Dominado después por una extraña chifladura apostólica, dejó la ciudad de Nyskayuna para ir a Nantucket, donde, adoptando, con la astucia peculiar de los dementes, un aire sosegado de persona normal, se ofreció en calidad de novicio para el viaje de pesca del Jeroboam. Lo aceptaron. Pero en cuanto la tierra firme se perdió de vista, su insania estalló incontenible. Se anunció a sí mismo como el arcángel Gabriel y ordenó al capitán que se arrojara por la borda. Dio a publicidad su “manifiesto”, por el que se presentaba como libertador de todas las islas y vicario general de todos los océanos. La imperturbable seriedad con que hizo estas declaraciones, el juego oscuro y audaz de su imaginación excitada y siempre alerta, aunando a los terrores sobrenaturales que inspira el verdadero delirio en mentes ignaras como lo eran las de la mayoría de aquella tripulación, rodearon a ese Gabriel de una atmósfera de santidad y aun de temor. No obstante eso, por ser un hombre de esa calaña, y por ser de tan poca utilidad práctica a bordo, sobre todo después de declarar que sólo trabajaría cuando se le antojara, el incrédulo capitán se hubiera desembarazado de él de buena gana; pero instruido el arcángel de que aquél pensaba desembarcarlo en el primer puerto a la mano, abrió de inmediato todos sus sellos y frascos, condenando al barco y todos sus tripulantes a una irremisible perdición si aquello se realizaba. Y tal influjo ejerció sobre sus discípulos del Jeroboam, ya que éstos acabaron por dirigirse en masa al capitán advirtiéndole que, si se obligaba a Gabriel a abandonar el barco, ninguno de ellos continuaría el viaje. Por lo cual, aquél se vio obligado a desistir de su propósito. Tampoco permitieron que se molestara de ningún modo a Gabriel por lo que dijese o hiciera, de modo que su libertad a bordo era absoluta. La consecuencia de todo eso fue que el arcángel hacía poco o ningún caso de capitán ni pilotos; pero desde que estalló la epidemia, su auge era mayor que nunca. Declaró que la plaga, como él la llamaba, se hallaba bajo su exclusivo dominio, y que sólo tendría fin cuando le viniera en gana. Los marineros, pobres diablos en su mayoría, lo adulaban, y algunos hasta llegaron a humillarse ante él; obedeciendo a sus instrucciones, le rendían a veces culto, como a un dios. Todo esto podrá parecer increíble; pero, aunque asombroso, es verídico. En la historia de los fanáticos sorprende muchísimo menos el enorme engaño en que ellos mismos viven, que su inmenso poder para embaucar y para hechizar a tan gran número de gentes. Pero volvamos al Pequod.” * *(Fragmento de Moby Dick de Herman Melville) Don Alejo Pertinente, el hombre de cabeza cana se sobresaltó al escuchar el grito. ¿Y usted, otra vez durmiendo a la intemperie? El hombre cayó en cuenta que tenía la ropa empapada con el agregado de la confusión propia de quién es despertado a los gritos. No podía siquiera maldecir, Magalí estaba allí frente al portoncito, con su canasta de humeantes tortas fritas. Al oler el tentador aroma de la fritura, sin poder explicarlo, creyó percibir el jedor del esperma hirviente de cachalote invadiéndolo todo; le pareció escuchar la gritería de los pescadores abocados a la faena sobre cubierta, y por sobre todo, las órdenes de los pilotos al mando del ballenero. Los perros ladraron al momento que bajaban, cerca de allí, los de la ambulancia. Con ropa estrafalaria y el cansancio a cuestas, silentes como testigos del juego a la ruleta rusa o el cruce de la última frontera… El hombre de los zapatos mojados, se enderezó cuanto pudo y caminó al portoncito a comprar dos tortas a la muchacha. No sabe lo contenta que estoy don Alejo, dijo ella a modo de confesión. Ayer la vacunaron a mi mamá en el UPA de la avenida Novak, en tanto, miraba de reojo como llevaban a su vecino. No aflojen m´hija, todo es real y aunque asombroso, es verídico…

Comentarios

Entradas populares