La isla de los vikingos. Por J.J. Ferrite

Alosa Henander y Alejo Pertinente se despidieron con un beso. Ella regresó por el canal de desagote hasta el juncal calculando que eso le facilitaría adentrarse en las aguas profundas, por si acaso un peligro acechase; el muchacho por su parte, caminó hasta llegar a una callecita de tierra y seguir la flecha sobre el cartel manuscrito: ALMACÉN A 3 CUADRAS. En la antigua ochava se destacaba la puerta y un cartel del almacén, La náyade Mireya. Al entrar Alejo vio un mostrador, un estante con bebidas espirituosas y vasos alineados como escolares frente a la bandera, en una esquina la cortina separaba la pieza del fondo. Un almanaque con la iglesia de Roldal junto al cementerio y dos banderines, uno de Plaza Colonia y otro de Boca Juniors completaban la sencilla decoración del lugar. El muchacho saludó a la mujer que atendía el negocio con un, permiso y buenos días. Maren responde con la formalidad de una cristiana luterana, pero con desconfianza porque el chiquilín no era de la isla, y la lancha de los turistas, los lunes y miércoles no salía de Carmelo ni de Tigre. Pispió el almanaque y en efecto, era miércoles. Tampoco tenía la facha de un turista, ropa ajada por el uso y los championes sucios. ¿Qué se te ofrece? dijo la mujer con la seguridad y el encanto de los cincuenta. Saber si conoce a la familia Henander… preguntó Alejo con prudencia. ¿Y para qué querés saber? punzó la otra. Conocí a una muchacha noruega y ella pregunta. Acaso ¿no tiene nombre tu amiga? Sí, se llama Alosa Henander. La mujer contuvo la respiración y miró de pies a cabeza al recién llegado. La mayoría en esta isla somos gajos del mismo árbol, dijo el sujeto al contraluz de la puerta, de mediana edad, los brazos de una grúa y un ojo desviado al cielo. Buenos días, Maren. Buenos días Peter, respondió Maren Pedesdatter, la hija de Peder, aunque sea un día raro como suele acontecer en febrero… Peter Hernándes, pescador y vichador aficionado de estrellas, dijo tendiendo la mano. El muchacho estrechó la mano del otro, un tipo fornido de cabeza rapada y gruesos bigotes amarillos, mezcla de la herencia rubia y la nicotina de lo mucho que fumaba. Un gusto señor, me llamo Alejo Pertinente pero todos me conocen por Ale. La mujer enarcó una ceja mientras servía tres vasos de vino áspero cortado con refresco de naranja. Tal como acostumbraba Peter a beber al atardecer. Yo invito y hago un brindis por las buenas gentes, dijo el hombre. ¡Salud! dijo Alejo, dejando la cautela de lado. La mujer permanecía callada y apenas si habló, cuando en eso, una niña se acercó al mostrador a comprar un cuarto de fideos secos y que lo anotara en la libreta, mandaba decir su mamá. Lo que sigue, previsible como los hábitos en un convento, fue que, una vez superada la desconfianza generada por las conversaciones entre extraños, así como vaciados y vueltos a llenar los vasos, el tema derivara a los asuntos de los isleños. Como para referir a una gran pesca, que consagraba a alguien del común en pescador hecho hombre o mujer con mayúsculas. A diferencia de las barajas, la mentira del pescador isleño se pagaba de la peor manera, con el desprecio o las cargadas del vecindario. Peter Hernándes, entrecerrando los ojos con aire místico, aseguró haber pescado en la luna menguante de junio, un surubí de cuarenta y ocho kilos, eviscerado y con cabeza. El pescador y vichador de estrellas, sonrió maliciosamente, porque pescador alguno igualó su captura como para destronarlo como el mejor de la isla, salvo el finado Donato Hernández que en 1950 recogió el sedal con un dorado de ochenta y ocho kilos enganchado con un anzuelo para tiburón. Alejo, el de la lagunita, de inmediato intuyó la proximidad del peligro ni tanto por la ingesta del vino misturado y sus tortuosos efectos, pero nada… Y midiendo los pasos hacia la puerta del almacén de la Mireya lo dijo de un tirón. Yo pesqué una sirena de trenzas rubias. Peter Hernándes, quedó lívido al escuchar la osadía del otro y pidió ayuda en la mirada emborrascada de Maren Pedesdatter. ¡Argentino fanfarrón!, escuchó rugir al tipo que surgió de la nada con otros dos y se empujaban por retorcerle el cuello. En la trifulca, cayeron las boinas y uno hasta perdió la golilla de seda. ¡Fuera todos de mi negocio! bramó la hija de Peder. ¡Herejes! ¡Los maldigo por borrachos e impíos! Afuera, el forcejeo duró poco, eran demasiados como para no doblegar al forastero por guapo que fuese. ¡Te vas a arrepentir! dijo el que traía la soga. ¡Anda a contarle al río! dijo otro con una bita de hierro al hombro. ¡Dejen en paz al muchacho! Tiene que explicar por qué busca a los Henander y quién es la tal Alosa, tronó la dueña de La náyade Mireya. ¡Le va la vida en ello! sentenció la mujer para encerrarse en el silencio. Lo que siguió fue la versión de un asustado Alejo. La veracidad de lo contado, de lo que se podía contar como usted amigo lector comprenderá, se escuchó en el almacén de manera tal que conmovió profundamente a todos, en particular a Maren Pedesdatter y a los que como ella guardaban en el cuello, bajo los pañuelos y golillas, el estigma de las sirenas… Satisfechos con lo dicho por Alejo, van por Alosa y la llevan a la ranchada de los negros, unos palafitos ruinosos con una playita a su costado donde los niños iban a pescar, de seguro que con ciertas prevenciones de las madres por la cercanía al antiguo cementerio de los indios y los miedos que engendraba. Cuando Alejo, el muchacho audaz aunque novato, preguntó por un lugar baldío y ensombrecido por los cipreses, le respondieron con parquedad que ese era el cementerio de las cruces inclinadas… como otro de los misterios que guardaba la isla. Los Hernández y los Hernándes, centenaria mutación del apelativo ultramarino Henander, están ávidos por escuchar sobre el aventurado viaje emprendido desde la entrañable Escandinavia. La sirena Alosa Henander, presa de la emoción accede al pedido, recostada en el raigón de un enorme ficus y bien predispuesta a satisfacer y asumir su propia curiosidad. Empezando por relatar su aburrida vida al pie de los fiordos, cuando no, sortear las mortales redes de arrastre de los barcos factorías, o sentir el acoso de mirones depravados desde la cubierta de los yates, tanto como otrora, de los navegantes genoveses o gaditanos. Las mujeres maldijeron a Colombo y sus descendientes mientras bebían cervezas mexicanas junto a los hombres. Ella, asegura sentirse muy afectada por el cambio de clima en el hemisferio norte. Decía que donde antes dormían los hielos Árticos hoy surcan el inhóspito mar los grandes buques metaneros, con trayectorias novelescas entre San Petersburgo y el mar Amarillo. Desafío para los más audaces, los capitanes y tripulantes capaces de tolerar a toda hora el vodka y la cocaína durante el despiadado e incierto derrotero. Nadar al sur por las aguas del Atlántico, contaba la sirena, le resultó agotador no tanto por el esfuerzo físico, como por sortear los escollos flotantes o sumergidos. Las redes a la deriva o los restos de naufragios como verdaderas trampas mortales para ella, los grandes peces y las tortugas de mar. Ustedes entienden, dijo la joven con mirada embriagadora para fastidio de Maren Pedesdatter, que la aventura del migrante encierra muchos peligros, como le pasó a los nuestros, seguidores del grande de Leif Erikson. Tanto, intervino Alejo recordando a sus abuelos, como la soledad de los que escapan dejando atrás un amor, o el recuerdo de los que quedaron esperando detrás de las ventanas… Bebe amigo, bebe, invitó uno de los descendientes vikingos. Te queremos escuchar Alosa Henander, insistió Sylvia Hernándes. Maren Pedesdatter perdonó con espíritu pastoral y rato después ofreció una bandeja con buñuelos de manzanas, empezando por la visitante nórdica. Se escucharon murmullos de aprobación por la fritura y más aún, cuando Hernán Hernández comentó que el día anterior había carneado un borrego y bien podían asarlo al anochecer en la playita. Los reunidos miraron a Alosa, temiendo cometer una ofensa involuntaria, porque en la isla era la primera vez que aparecía una sirena con todo el esplendor de una diosa marina, e ignoraban absolutamente sus hábitos alimenticios. La sola sospecha de una sirena merodeando las aguas de la isla desataría los comentarios ineludibles, alentaría a los viejos y sus cuentos de pescadores que creían haberlas visto cortando sus redes, o de aquel capitán barbado que en declaraciones a radio Colonia, afirmaba haber visto desde el puente a un grupo de sirenas asoleándose en el islote del Cañón. A partir de ahora, coincidían en que el secreto sería un bien común. Alosa agradeció la invitación en lengua nórdica, mientras daba cuenta de un buñuelo y decir, en embarullado bonaerense, que no se preocuparan por ella, consumía alimentos variados y sin límites, como cualquiera. Alejo apretó los labios mientras se preguntaba si ese no era el lado oscuro de su amada; asunto que no sabía si atribuirlo, a las prácticas antropofágicas de la antigüedad o la voracidad característica de los peces. La visita merecía ser agasajada, reiteró de modo obsequioso Hernán Hernández, y propuso una juntada voluntaria de leña seca. (espacio) Pasados los tres días que duró el agasajo a Alosa Henander, a las charlas inconducentes propias de los excesos, o concebir proyectos disparatados como desandar la travesía del grande de Leif Erikson, o el vocerío que sobrevolaba la isla y dejaba al descubierto a la diosa normanda, fue que harta de todo, la joven Sylvia Hernándes junto a otras mujeres, impusieron a los gritos la hora de regresar cada cual a su casa. Al cuarto día, la casilla del palafito parecía abandonada. Maren Pedesdatter hace palmas al pie de la escalera y espera hasta que sale a recibirla el enamorado de Alosa. La mujer trae una botella y un vaso. El joven saluda en tono amistoso, pero intuye, percepción de pescador, que lo que viene es una conversación entre dos seres con muchas cosas en común y la necesidad de recordar. Muy de los viajeros… Alejo opta por mentir, diciéndole que pensaba visitar a Peter Hernándes, porque el cielo nocturno de la isla alentaba a buscar un amigo astrónomo. Pensó que por aficionado que fuese, resultaríaun observador digno de escuchar. La mujer le indicó como llegar a la casa de Peter sin perderse entre las alambradas del secadero de pescado, mientras baja al entablado que sobresalía de las aguas tranquilas dispuesta a aguardar. A poco, Alosa emerge salpicando espumas, con una sonrisa franca, al advertir a la luterana con una botella de Akvavit. Un destilado escandinavo semejante al vodka, comentó Maren, y que había guardado para una ocasión especial. Maren entonces, encontró la oportunidad para confesar que la botella era el regalo de un capitán oriundo de Malmö, de paso por la isla rumbo a Asunción. Las dos, la mujer-pez y la mujer, comenzaron a hilar acerca de las historias familiares, las de la isla uruguaya y las de los fiordos, restituyendo tramados olvidados o engalanados con anécdotas íntimas, apreciadas como aquellos momentos que son únicos y pasan a ser parte indivisible de nuestras vidas. Maren era exigente a la hora de pedir detalles, porque no por la juventud de Alosa podía soslayarse la personalidad de los que transitan entre la mirada larga de los costeños y los insondables misterios del mar. Hablaban y reían reían y hablaban, mientras el vodka escandinavo, embriagante en sus cabezas rubias hacía más cristalina las miradas acuosas y lentificaba el habla en la boca risueña de cada una de ellas. A la hora de confesar amores, Maren dijo que vivió feliz desde los diez y seis, con su primer hombre, el guapo e ingenioso tejedor de redes Artur Hernándes, hasta que en un mediodía fatal una yarará dio fin a su corta vida. Sus días terminaron a los veintitrés. Alosa por su parte, aseguró haberse enamorado locamente del maquinista Erik Hansson de Moskenes. Fueron amantes y por un largo tiempo felices, hasta que la mujer de Erik los descubrió cerca de los muelles, bañándose en la bahía una noche de luna roja. La desdichada mujer hizo un escándalo que llegó a oídos del pastor Knut Gormsson, pero a poco, ella se derrumbó en la locura cuando le avisaron que el cuerpo de Erik pendía de una viga. Fue el año que el comunero en ejercicio difundió un aviso radial, recomendando a los vecinos, no relacionarse con individuos que no fuesen íntegramente humanos, so pena de fuertes multas, del sexo y actitud que fueren. Apeló en su proclama al Génesis y a Job describiendo a un monstruo semejante al dragón, como la bestia avistada en la bahía. Concluía el aviso, que los barcos pesqueros y ferjes que arribasen a puerto serían inspeccionados a tal fin, por biólogos marinos y la ayuda de perros entrenados. Aparecieron afiches ofreciendo recompensas por el avistaje de monstruos variopintos, como la ballena blanca y las sirenas de pérfido canto. El comunero conocido por ateo, a la hora del cierre bebió en el pub la última cerveza y dijo estar harto de las auroras boreales y los asuntos inexplicables… para balbucear a sus amigos: algo huele podrido en el mar ártico. ¡Y en todos los mares! corearon los votantes. En Moskenes, por aquellos años, los pescadores desvalidos, las muchachas con trenzas rubias y nosotras las sirenas corríamos parecida suerte, concluyó Alosa Henander. Maren suspiró conmovida por el relato de Alosa, aunque su mente quedara en blanco resistiendo el final herético del suicida. Recuperada la lucidez y después de otro trago de vodka, Maren se refirió a su otro gran amor. Ocurrió cuando el capitán Sven Svensson, a bordo de su velero Nordlys fondeó frente a la isla, e hizo tierra por una provista en el único y solitario almacén: La náyade Mireya. Maren Pedesdatter, viuda de buena estampa, contó sin jactancia que después de una larga y amena conversación sobre la estrella Polar y la mano del Creador, hicieron un brindis por Noruega, otro por la amistad y lo remataron con la pasión que se estila en los mares del mediodía. Cuando la botella de Espinillar no guardaba ni gota, dio lugar a una vorágine propia de adolescentes y así durante tres días hicieron el amor en la pieza, al fondo del almacén. Al primer día, cuando la joven Pamela Hernández vio el almacén cerrado a las nueve de la mañana, al parecerle desusado sino extraño, golpeó la puerta preguntando por la suerte de la viuda. Sin abrir la puerta y después de un rato, Maren Pedesdatter de modo cortés y claro, respondió que ella se sentía inmejorable y el dueño del velero también… El comentario de Pamela a su madre, dijo Maren a Alosa, cobró el vuelo escandaloso de los pichones, lo que a la postre resultó para los isleños una buena nueva. Por mi condición de mujer sola y dueña del almacén, soy querida y respetada en la isla. Ellos a su modo me miman y acompañan con la mateada en los tristes atardeceres sobre el río. Por supuesto me enteré, en pueblo chico no hay secretos, que a partir de ese momento los vecinos sólo esperaban la hora de conocer al capitán del Nordlys. Detrás de los buenos recuerdos siempre asoma un amor, dijo una intimista Alosa Henander. Te cuento de lo nuestro con Alejo, haciendo un brindis por el enamoramiento a como dé lugar. Maren la secundó con otro trago de vodka, ávida de las vicisitudes de su nueva amiga, la sirena. La mujer-pez abordó su relato desde el absurdo. Después de recorrer miles de millas sin mayores contratiempos fue a terminar aturdida por los vientos del sudeste y la inundación, como un mar azotando la ribera de un lugar llamado Berazategui. Perdida entre las encrucijadas de canales y arroyos, dijo nadar hasta el agotamiento y arribar a las aguas estancadas de una laguna. La neblina no fue impedimento para ver llegar al muchacho y esperar su reacción ante lo impredecible de la situación. Con los pescadores nunca se sabe… son de pensar profundo pero lerdos al momento de razonar. El pescador solitario tiende a pensar en términos poéticos… Lo que aconteció fue el puro enamoramiento, aunque a él le resultase extraño quedar atrapado por vez primera en las redes de Melville o García Márquez. Maren escuchaba esto por primera vez y percibió un halo perturbador, seguramente por ser la hija de un pastor luterano. Se recompuso y sonrió dispuesta a escuchar sobre los amores de la viajera y el realismo mágico. Alosa contó todo lo que le vino en mente, una mente todavía obnubilada por los tres días de festejos y la botella vacía de vodka que, en ese momento, rodaba hasta caer al agua. Pero, confesó a su amiga Maren, necesitaba ayuda y si llegó hasta la isla de Parténope, fue porque quería saber quién era Alosa Henander, la sirena nórdica. ¿Cuál era su lugar en el planeta azul? dijo con la mirada perdida en los ojos de la otra. Quizá la isla sea tu lugar… Después se besaron como dos extrañas amantes. Amanece lluvioso. Bajo el alero a tres pasos de la morera, don Alejo cavila después de pasar otra noche tormentosa al abrigo de la ginebra. ¿Cómo terminó nuestra historia de amor? Al principio, tuvimos incontables encuentros furtivos con Alosa en el puerto de Colonia del Sacramento, aunque recuerdo como si fuese hoy, que la última vez fue en el puertito del Buceo, cuando ocurrió lo de la ballena blanca. Pero la mujer-pez no tardó en poner límites a una relación… digamos libre de prejuicios para continuar sus búsquedas. Ella, dijo él entre un suspiro, desde aquellos años vive feliz en la isla junto a Maren Pedesdatter, al perdurar un amor entre dos que se aman sin titubeos. Digo esto con el diario del lunes, asuntos permanentes de las buenas gentes que la modernidad ignora, sea por el vínculo enfermizo de la mano aferrada al teléfono… o la despreocupada atención al volante del automóvil inteligente. O las prestaciones de los robots, sea a las industrias sino entre los humanos y androides, herejías en vía de aceptación en el templo de la modernidad. No digo acá, pero en el nuevo mundo… entre los japoneses o los norteamericanos o los alemanes ¡Já! Pero la naturaleza es sabia y lo aborrecible del amor entre una sirena y un humano, decía un renombrado taxidermista, se pagaba con la locura o con el infierno sentenciaba un prelado, partícipe del mismo show televisivo. Los perros ladran por ahí cerca. Magalí, la hija de doña Elma, saluda con paso apurado hacia la parada del 324. El lamento de una sirena se escucha en la negritud y Alejo Pertinente, se pregunta si en ocasiones no fue un cobarde refugiándose en la espera del por venir…

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