Salsipuedes: los viejos pecados tienen largas sombras Por Marcia Collaz

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dibujo de paco POR MARCIA COLLAZO 1 MAYO, 2021 FACEBOOKTWITTERWHATSAPPTELEGRAMPRINTFRIENDLYGMAILCOMPARTIR Unos cincuenta años después de la llegada de Colón al nuevo mundo, el fraile dominico Francisco de Vitoria elaboró en España sus famosas tesis sobre el derecho de gentes (antecedente del derecho internacional actual) y sobre los alcances de la guerra justa. Fue el único intelectual que se atrevió a decir en alta voz que los indios no son seres inferiores, sino que poseen los mismos derechos que cualquier otro ser humano, y que son dueños de sus tierras y bienes. Pero Vitoria fue más allá. Para horror e indignación de sus contemporáneos, se permitió sospechar de los métodos empleados para evangelizar. No habló de genocidio, pero sí de otro término ya muy antiguo por entonces. “Oímos hablar de tantas hecatombes humanas, expoliaciones de hombres […] desposeídos de sus posesiones y riquezas, que hay mérito para dudar si todo ha sido hecho con justicia o con injuria”. Cuarenta años antes, más precisamente en 1511, otro fraile dominico llamado Antonio de Montesinos lanzaba incendiarios sermones en la ciudad de Santo Domingo (Isla La Española) contra las prácticas de explotación y de martirio de los colonos europeos sobre los indios. “Todos estáis en pecado mortal”, comienza. “¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes?”. Para 1550, tal era el escándalo y las protestas de unos pocos religiosos contra miles de colonos explotadores y exterminadores, que los ecos llegaron a la propia España. Se reúnen en Valladolid, en 1550, el fraile Bartolomé de las Casas (primer sacerdote ordenado en América) y Juan Ginés de Sepúlveda, tenebroso y docto personaje, para analizar “el problema” de los indios, su condición humana o animal (¿tenían o no tenían alma, entre otras delicadas cuestiones?), su esclavización o su libertad y, en definitiva, su destino. La disputa o polémica de Valladolid quedó, finalmente, en agua de borrajas. Nadie (salvo de Las Casas y por supuesto, Vitoria) se atrevió a llamar a las cosas por su nombre, y menos aún a tomar enérgicas medidas, pues estas iban en contra del principal objetivo de la conquista y colonización de América, que no era otro que el enriquecimiento frenético. Faltaban todavía unos 170 años para la fundación de Montevideo, pero los fundamentos de la violencia y del racismo ya estaban sembrados en el nuevo mundo, como lo estaban en la vieja Europa. Los Reyes Católicos no fueron un modelo de tolerancia. Se encargaron de expulsar a los moros y a los judíos de su territorio, aunque con ello desplomaran la economía y la moral de España. Los aventureros que cruzaban el Atlántico, imbuidos de tales ideas, estaban dispuestos a cualquier cosa con tal de triunfar, y venían con el odio “al otro” bajo el brazo. El otro era el moro, el judío y el indio. El otro era el diferente. El que sostenía otra cultura. El que no pensaba como ellos. Los españoles no sólo derribaron grandes imperios indígenas como el azteca y el inca, sino que la emprendieron contra todos los habitantes de América en general. Entre nosotros, en esta “tierra sin ningún provecho”, como fuera catalogada en los comienzos tempranos (viaje de Juan Díaz de Solís, 1516) no había indios mansos que pudieran ser destinados al trabajo esclavo, ni tierra roturada ni oro ni plata. Por eso, ante el primer choque de culturas (siglo XVII en adelante), la consigna fue guerra a muerte. De todas las naciones o etnias indígenas que poblaban esta Banda Oriental, la de los charrúas fue la más indómita; no se dejó reducir como otras, no se doblegó ante el poder de los nuevos amos de la tierra, y dio infinitos dolores de cabeza a todas las autoridades, tanto las españolas como las criollas. La vida de estos charrúas (cuya sangre era en buena medida guaraní, como ha quedado demostrado en investigaciones actuales), que no pasaban de unos quinientos hombres y mujeres hacia 1830, y que no eran autóctonos, sino que provenían de la Mesopotamia argentina, no podía ser más dura y atroz. Eran, más que gente libre, sobrevivientes marginados, seres en peores condiciones que los perros cimarrones. No tenían ninguna tierra segura en la que establecerse. Allí donde recalaran, eran llamados usurpadores. No tenían ningún alimento que llevarse a la boca, bajo pena de ser acusados de robo. Eran perseguidos, denostados, despreciados y catalogados con los adjetivos más virulentos. Bestias o monstruos, asesinos y depredadores, violadores, taimados, aviesos y sanguinarios. Una estirpe, en suma, que debía ser exterminada de la faz de la tierra. Así, en aras de estos precisos objetivos, bajo la consigna de acabar con ellos, de no dejar a uno solo vivo, de borrarlos del mapa, ocurrieron las campañas finales contra los charrúas. Los documentos lo prueban sin asomo de duda. Salsipuedes y Mataojo no constituyeron batallas o actos de guerra entre dos ejércitos, sino verdaderas campañas de exterminio de pueblos, llevadas adelante con la prolijidad de un cirujano, por el poder estatal de la naciente república. Los charrúas, convertidos a esas alturas en un montón de marginados desnutridos, piojosos y prófugos, no tenían la menor posibilidad de escape. Sus días como etnia y como cultura maltratada y vejada, estaban contados. Dado que no hubo batallas entre ejércitos regulares, se trató lisa y llanamente de etnocidio y genocidio. Quienes pretenden refutar hoy este concepto, hablan de anacronismo: no juzguemos hechos del pasado con parámetros actuales, exclaman. No existe, sin embargo, un argumento más falaz, hipócrita, cruel y despreciable, en términos de alevosa falta de respeto a la condición humana. En primer lugar cualquier conocedor del derecho y de sus procesos de creación, sabe que el delito precede al concepto. Crímenes o hecatombes de pueblos existieron siempre, desde que el mundo es mundo, y no se les llamó genocidios por la simple razón de que dicho concepto no existía. Pero al menos desde mediados del siglo XIX se habla, en muchos textos normativos internacionales, de crímenes contra la humanidad, entre los cuales se hallan la masacre, la tortura de civiles, la deportación y el trabajo forzado. Ni siquiera el holocausto judío podría ser considerado un genocidio según los popes vernáculos, negadores de la matanza charrúa, ya que no fue sino hasta 1946 cuando Raphael Lemkin publicó el término, que recién en 1948 fue recogido por la ONU para sancionar el delito correspondiente. Parece que en América Latina, y obviamente en Uruguay, es imposible escapar a la rémora de la mentalidad colonial. Digo colonial y no colonialista, ya que los negadores del etnocidio y genocidio charrúa (no importa si los muertos fueron 4, 40 o 400), parecen continuar encandilados con el rutilante esplendor del arquetipo europeo; el mismo arquetipo que condenó todo lo que no fuera parecido a sí mismo. El arquetipo que trajeron consigo los conquistadores (muchos de ellos analfabetos y bestiales); el arquetipo que expulsó a moros y judíos del territorio español; el arquetipo que acuñó la fórmula binaria de la “civilización-barbarie”, sólo para justificar más y mejor sus prácticas de violencia y de saqueo; el arquetipo que causó náuseas a Montesinos, de las Casas y Vitoria, pero que ahora parece regresar por sus fueros, a través de nuestros probos negadores vernáculos. Ya es hora de cambiar el enfoque. Mal que pese a algunos, nosotros no somos europeos sino americanos, y por nuestras venas también corre sangre indígena. Los genocidios no se ocultan ni se disfrazan porque no es decente hacerlo; y además, como dice el refrán, los viejos pecados tienen largas sombras, y a la larga o a la corta esas sombras se nos van a cruzar en el camino

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