En las onduladas penillanuras del Uruguay marginado / CARAS & CARETAS

Los ajustes de cuentas, el narcomenudeo y el cosmos infernal de la vida en las cárceles son para muchos uruguayos que añoran el Uruguay de la “tacita de plata” un mundo al que acceden por la “ventana” de la pantalla de televisión. 29 AGOSTO, 2021 FACEBOOKTWITTERWHATSAPPTELEGRAMPRINTFRIENDLYGMAILCOMPARTIR Por Ricardo Pose En el Nº 1028 de Caras y Caretas del 13 de agosto de este año, compartimos una entrevista al sociólogo Gustavo Leal a propósito de la publicación de su libro Historias de Sicarios. Muchísimo contenido nos quedó fuera de la entrevista y eso es lo que pretendemos compartir en éste artículo. Dos conceptos nos resultaron más que importantes para aproximarnos a la comprensión del mundo del delito, ese que deben gestionar las políticas públicas de seguridad y que trascienden las discusiones y definiciones políticas sobre el tema. Para cualquier político al que le toque ser ministro del Interior, la cartera ministerial ya tiene el sello de convertirse en “la tumba de los cracks”. Esta afirmación se sostiene por una de las respuestas de Leal cuando lo consultamos si era posible imaginarse una sociedad en que el delito se abatiera de tal manera que el mismo se extinga, y en campaña electoral, frases tan rimbombantes como “se acabó el recreo”, “plomo a la delincuencia” y “que tiemblen los delincuentes” no eran más que consignas sin sentido de cara a seducir al electorado. Porque la mejor política de combate al delito que genera una sensación de seguridad termina el día que, por lo menos, te roban la ropa de la cuerda. Pero Leal agrega un concepto más profundo. Fronteras internas Leal sostiene que la delincuencia está asociada a la naturaleza humana y que no hay creencias religiosas ni políticas públicas que permitan generar una sociedad donde un grupo de individuos pretendan no sacar ventaja de los demás, incluida la sustracción de sus pertenencias entre otras formas de delito. Pero agrega que este fenómeno de la condición humana a partir de las profundas fracturas sociales de los noventa, se consolidó en Uruguay territorialmente como ya sucedía en la región, siendo el ejemplo más gráfico las favelas en Brasil. En las definiciones estratégicas de defensa militar, los ejércitos manejan el concepto de “fronteras internas”, territorios donde el Estado es ausente, o la desconfianza de los habitantes hacia este es tan grande que prescinden de él y los delincuentes imponen sus propias reglas de convivencia. Barrios donde por ejemplo la UTE y la OSE no ingresaban a tomar los consumos para facturar, pero tampoco lograban que el servicio no se siguiera brindando. Un concepto de espacio no territorial por ejemplo es el de la una parte de la parcialidad de las barras bravas de los clubes deportivos, o zonas de estacionamiento alrededor de los principales estadios deportivos. Territorios como los manejados por los Chingas o los Camala en el norte de Montevideo y por otros clanes en el oeste, donde la comunidad vivía y algunas aún viven en régimen feudal, donde los líderes de las bandas imponen los términos económicos del negocio y también interfieren como referentes en pleitos familiares, desplazando el rol que deberían cumplir los Juzgados de Familia, los civiles o los Centros de Mediación. A esa realidad se suma, en la instalación del narcomenudeo, como una fuente laboral rentable como para muchas familias en su momento fueron los video clubes, los cibercafés o las canchas de pádel, una suerte de “fordismo del delito”, según tipifica Leal. En el desarrollo del universo de las “bocas”, la instalación de un laboratorio es un salto en calidad para los narcotraficantes (la clásica definición de contar con la propiedad de los medios de producción), y para sostener eso se necesita una diversificación y especialización de las tareas y el estricto control territorial. La boca, para funcionar, necesita además del silencio cómplice o impuesto por la fuerza de los vecinos de la misma, condiciones de defensa ante los operativos policiales, pero también de las amenazas de ser rapiñados o por otras bandas de delincuentes que la rapiñan en búsqueda de droga, plata y armas. “Se contrata gente que oficia de serenos durante la noche de la boca y da señales de alarma cuidando sus alrededores (no de la Policía porque de noche no puede realizar allanamientos), o si son ladrones de vehículos, se los especializa en el oficio con la condición de que no roben ni ingresen autos robados al territorio de la boca, y así se van especializando en esa suerte de fordismo del delito”, explica Leal. Permeabilidad Pero también Leal advierte que mantener ese silencio y complicidad que es vital para el funcionamiento de la boca, esa suerte de pacto entre la vecindad y la boca, ha permeado a los equipos de trabajo social. Porque desde el punto de vista estrictamente en términos militares, cuando más se amplía el entorno territorial en torno a la boca, más condiciones de seguridad tiene la misma. Cuando un médico o una ambulancia ingresan a esos territorios a prestar auxilio, se ven obligados a denunciar los indicios de estar con un paciente que integra el mundo del delito, o prestarle la asistencia, y en general, la asignación territorial del servicio obliga el poder asegurarse volver a ingresar. En el caso de los equipos sociales, por ejemplo del Programa de Cercanías, que salen tras la reinserción de jóvenes que desertaron del sistema educativo para que vuelvan al mismo, “hacer la vista gorda” con algunas situaciones era la única garantía de poder seguir trabajando, además de tener que valorar, que de no sumarse a ese pacto de convivencia implicaba desechar el proyecto de trabajo. “Para muchos trabajadores sociales”, explica Leal, “el límite de su trabajo estaba en no ser buchón de la Policía y priorizaban poder seguir trabajando con el objetivo de lograr reinsertar a ese joven que estaba en el narcomenudeo o rodeado por el mismo, pero llega un momento en que empezaron a sentir la presión de las propias reglas que se imparten en ese mundo”. La imposición del silencio opera en base al miedo y en base a un concepto muy amplio de la lealtad. En el primer caso, el miedo es la preservación de la integridad física, pero también de que no arrebaten las pertenencias incluidas el hogar. En el segundo caso, un comentario de más, el sumarse por “desbocado” a un rumor es señal de deslealtad y raramente se sale sano de una situación así. Cambio de códigos Cuando le preguntamos a Leal cuándo se empezó a profundizar este proceso, responde sin titubear que con el ingreso de la pasta base en los noventa. No solo cambió la dinámica del mundo de la delincuencia, sino que operó en su subcultura. La pasta base es un producto con mayor facilidad de transporte, distribución y muy rentable económicamente y para el que no se necesita para el narcomenudeo demasiada especialización. Una droga que genera además un alto nivel de dependencia por lo que asegura un clientela segura y reincidente en pocas horas. Esto genera un mercado dinámico con las consiguientes guerras entre bandas por el control de la mayor parte de este. En la cárcel los delincuentes pesados eran considerados los asaltantes de bancos, de remesas, rapiñeros de los barrios exclusivos de la ciudad. Por lo tanto, el esquema era sencillo. Se salía a robar fuera del barrio donde uno vivía a pesar de la leyenda popular que hablaba de la cultura perdida de que “donde se vive no se roba”; pero no era un gesto de bondad, sino que era una condición necesaria para no provocar la llegada de la Policía. La pasta base vino a tirar abajo esa concepción y el territorio pasó de ser un “lugar sagrado” que no se tocaba a un territorio ocupado para el funcionamiento del negocio. Los líderes de bandas narcos disputan el liderazgo y con sus buenas huestes (perros en la jerga interna) desplazaron paulatinamente a los asaltantes de bancos que ahora integran otra categoría. Liderazgo que en muchos casos se sigue ejerciendo desde la cárcel y donde la prisión de estos ha generado una situación de anarquía en el territorio donde controlaban. Aspirinas para el cáncer Gustavo Leal afirma convencido que la Policía es parte de la respuesta que la sociedad debe dar al mundo del delito, pero solo una parte. Se requieren políticas públicas integrales que trabajen impactando en la fractura social y territorial de la sociedad. El combate frontal a la delincuencia y en particular al consumo problemático de drogas, abunda con bastante experiencia de ser un camino destinado al fracaso. Pero, además, la presencia de otros tipos de delito como el sicariato, vienen a desvelar la siesta de quienes, estando por fuera de la vida de los círculos criminales, pueden estar amenazados por el mismo, sin saberlo, hasta que una enemistad encuentra un mercado favorable en donde por 3.000 pesos, te apagan la luz. Comprender el fenómeno en su amplitud y dejar de ocultarse en la ajenidad daría más herramientas a la hora de posicionarse en el debate público de las políticas de gestión de la seguridad y, a esta altura, un antídoto para la preservación personal. Plata constante Si bien la pasta base no es la única droga que se vende en el narcomenudeo y algunos estudios de la Junta Nacional de Drogas han demostrado variabilidad en la cantidad de su consumo con picos de alta y bajas, es interesante ver los números constantes que hace algún tiempo un exvendedor de pasta base brindaba. De cada tiza de pasta base salen algo más de 50 dosis (para una o dos fumadas) que se cobran entre $ 30 y $ 50 cada una y una boca en una noche puede vender fácilmente cerca de 10 tizas, o sea que gana, redondeando, entre $ 1.500 a $ 2.500 por tiza, unos $ 15.000 o $ 25.000 por noche, lo que se irá desparramando a lo largo de la cadena, donde la mayor parte la obtiene como en cualquier empresa capitalista el de la punta de arriba, es decir, quien produce o importa y vende las tizas. De allí la importancia para ellos de poder montar un “laboratorio”. Pero la cadena sigue con los vendedores en la boca, los distribuidores o delivery y toda una red de consumidores que a veces terminan oficiando de “perros” (tareas de protección de los líderes), serenos, aguantadores, y para pagar sus propias cuentas (la pasta genera mucha adicción) hurtando (rastrillando) o “marcando casas para desvalijar” y otras tareas menores pero necesarias pata el control territorial. Lugartenientes y sicarios que ofician como soldados es otra categoría de la cadena y “limpiadores”, encargados de “limpiar” elementos que atestigüen o presenten pruebas a la Justicia.

Comentarios

Entradas populares