La gran bajante 2 / Jose Facello

> Alejo Pertinente echó su sueño a andar, aunque del tiempo de viaje no pasaban cuatro días. La casa donde vivía en el barrio Las retamas parecía cosa del lejano pasado, aunque contaba con una vecina que les daría agua y comida a los perros durante su ausencia, incierta, porque viajar a veces se torna una aventura, imprevisible como la vida misma. Ahora, el anciano se dejaba llevar al antojo de los elementos, el susurro del río al rozar los bancos de arena, rojos en ese momento, y el sol posándose sobre la cresta del monte anunciando la vecindad de la noche. Sentado en un tronco, el anciano parecía esperar una señal, absorto, en eso estaba cuando encendió un cigarrillo. La magia era andar, sin importar el motivo ni con lo que podría encontrarse. Si buscaba algo, eso lo dejaba en manos del azar. Gracias a la televisión, Pertinente descubrió la diferencia entre el estar y los datos. Hoy día los datos mandan, aunque para él las chances de ser persona pasen por otro lado. Y en eso justamente, equivocado o no, estaba el meollo del asunto. Desigualdades, como se dice ahora, hubo siempre… pero hay misterios que se manifiestan en días de tormenta sino en la mirada del hipnotizador; fenómenos que adormecen a sus víctimas impotentes de percibir el miedo larvado en el corazón. Y al parecer en eso radica el fondo del asunto. Más allá de la gritería zumbando en la pantalla, Pertinente cree en lo suyo, hasta que le demuestren lo contrario, claro está. Porque a veces truena pero no llueve… Y el viejo allí está, observando la gran bajante del río Paraná. (espacio) Junté algunos palos secos y encendí fuego. El río dejaba a la vista sus costados ocultos, barrancas donde no las había o bloques de la ruta desmoronada. Esa tarde había dejado atrás las pilas de osamentas de reses que se despeñaron al vacío. Confiadas al borde de la barranca, donde hasta entonces las pasturas verdeaban en tierra firme para después caer y morir. Y a la mañana siguiente, despostadas por manos ávidas convertirse en asados de los lugareños, en charqui o grasa derretida. Sino en pasto de los perros y los chimangos. Esos fueron los decires de don Mauro, un paisano del lugar que lo invitó con achuras a las brasas en la primera hora de esa misma mañana. La estancia El Paraíso, propiedad de los curas, tenía más de veinte mil hectáreas y el puestero del lugar tardaría días, hasta encontrar los restos de los animales y dar aviso. Eso dijo. El colegio de una cuadra de lado, tenía algo de construcción medieval y el espíritu espartano de los fortines del desierto, afirmó don Mauro, con todo lo necesario para vivir enclaustrados ante la adversidad y el tiempo, a causa de las guerras civiles o la invasión de las pestes. Dicen que dentro de sus muros está el seminario y la capilla, la biblioteca en una de las torres y el mirador con telescopio, al que una vez visitó el general Urquiza. Eso dicen. El hombre comentó, que a una legua al naciente queda la escuela agraria y más allá, las aguadas y las onduladas praderas donde pastan por miles reses y yeguarizos. Los montes de olivos fueron arrancados de cuajo en los años noventa, como un gesto de buena voluntad en tiempos de globalización. De eso se dice por lo bajo en estos pagos. Por aquel entonces, desembarcaron con las semillas de laboratorio y cambiaron el arado por la siembra directa, los campos tenían sed y pedían fertilizantes, la carqueja y el diente de león crecían libremente, hasta que el fumigado con los pesticidas bravos achicharró el aire, plantas, aves. Hasta los recién nacidos crecieron manchados. No fue menor el daño que provocó el alquiler de los campos y la plaga de las sociedades anónimas… Es como usted dice don Mauro, ahora el trigo y la soja cotizan en el mercado de Nuevayor o de Benjin. El paisano me miró con piedad y susurró, usted sabe. Así Don Mauro, pidió disculpas por lo que atribuyó a un desvarío, para volver al principio del relato y agradecer la bonanza de carne fresca a los milagros del río… Dar gracias es un don que no todos los cristianos tienen, sentenció. Calculé que el añoso hombre, tanto o más que quién habla, sabía más de lo que aparentaba; parecía una persona instruida y que el devenir de la vida, vivía en una casilla techada con totora, al pie de la barranca y frente al agónico escurrir del río. Yo le conté de mi propósito, continuar río arriba hasta llegar a la casa de mi niñez. Nos despedimos con un apretón de manos y la sensación de ser viejos conocidos. Giró la noche sobre mi frazada y al amanecer reavivé el fuego. En el bolso guardaba lo necesario para tomar mate y medio paquete de yerba. El cuchillo verijero lo llevaba calzado al cinturón, y en ese momento, si algo extrañaba era la compañía de mis perros. El sol esmerilado asomaba entre la neblina en el más profundo de los silencios… Los sones de una chamarrita surcaron el aire en los silbidos de una muchachita que caminaba por la playa. Le convidé un mate caliente y aceptó de buena gana, parada junto a las llamas sin dejar de mirarme como a un extraño. El frío y el rocío calaban la ropa. Me llamo Alejo y dije dónde había nacido a modo de presentación, pero callé del día que sin mirar atrás, (sin acertar durante mucho tiempo a saber por qué), caminé rastreando un trabajo en otro lugar como para ganar algunos pesos en buena ley. Le pregunté por el silencio y los pájaros… La niña me miró como sólo las niñas saben hacerlo, con igual dosis de inocencia como de recelo. Por fin rompió el mutismo y con la mirada perdida en las islas, habló. Los pájaros que pudieron… escaparon. ¿Cómo fue eso? pregunté mientras encendía un cigarrillo. ¿Fumas? Desechó el convite y preguntó. ¿Puedo? para acto seguido encargarse de cebar. La gurisa parecía hacer un secreto esfuerzo, pero entre mate y mate, habló. Al principio, escapaban al escuchar el rugido de las dragas belgas… y después, desde que las lluvias lavaron hasta el río y los juncales, los machazos pesticidas y otras porquerías… Di una pitada profunda mientras observaba a la niña sobreviviente, silbadora como los pájaros en fuga y el aspecto intrépido de una heroína recién salida de la pantalla. También en la huida, las bandadas seguían a las golondrinas y otros pájaros viajeros, buscando nuevos horizontes, en cielos y aguas limpias… pero yo no lo creo. ¿Y usted don Alejo, que dice? No sabía que había en la conversación de la niña que me resultaba fastidiosa. De alguna manera enturbiaba mi mente cuando alguien refería a los migrantes, fuesen gentes o pájaros. ¿Qué sentido tiene opinar?, si todo está a la vista de quién quiera ver, respondí. La bajante, dijo ella a modo de respuesta, ha dejado a la vista cosas que estaban ocultas, tapadas por el barro. Río arriba don Alejo, pasando una legua el arroyo Los pericos, encontrará algo que lo dejará pasmado, pero de lo que tenemos prohibido hablar. Pero, ¿qué estás queriendo decir? interrogué a la niña silbadora. De lo qué verá con sus propios ojos. Le hablo del cementerio de barcos… Le hablo de un submarino y la memoria de las buenas gentes. Agradeció la mateada y se alejó remedando el siseo de las aves de los bañados.

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