La gran bajante. Por J.J. Ferrite (CORREGIDO)

A la quema de la selva siguió una seca nunca vista ni recordada, siquiera por los más viejos, pensaba Alejo Pertinente mientras oteaba a la sombra de la morera el pastizal pardo y sediento, avanzando hacia los bajíos húmedos cercanos al río. Los grandes, como el Paraná, parece que dejan al descubierto bancos de arena dorada y fósiles enquistados en las barrancas, donde antes los canoeros, apenas amanecer extendían con devoción el espinel del sustento en las amarronadas aguas. Viejos pescadores, desconcertados al contemplar playas vírgenes pobladas de reses sedientas y según dicen otros para colmo de males, los más jóvenes juran haber visto en las aguas poco profundas a las huidizas sirenas de seductora voz. Don Alejo tiene presente lo que dicen los de la televisión, esos especialistas improvisados a los que tarde o temprano, se debería como cualquier mortal, guste o no, prestar algo de atención. El anciano sospecha que las noticias llaman a la confusión… y meten miedo no tanto por la catástrofe en ciernes, sino más bien, porque de las correntadas de viento caliente al sopor de la siesta puede uno caer en el desatino de la indiferencia. Los viejos saben que la soledad encarna en los huesos, tanto como en devanarse los sesos ante el misterio de los nuevos miedos, de tan viejos, conocidos. El viejo de la casa de la morera, como lo conocen los chicos del barrio Las retamas, considera que ha vivido lo suficiente como para capear la mudez del campo de su lejana niñez, y como si lo estuviese escuchando, el repique maligno a cada golpe del balancín en sus años de obrero metalúrgico. Y el pasado, presentándose como en el juego de las escondidas, con imprevistas manifestaciones, el zumbido de un mangangá, una sirena sobrevolando la noche o el olor a pan recién horneado… Alza la vista y sin verlas, don Alejo se resigna a creer en la existencia de las estrellas, más allá de la ceniza que sobrevuela los aletargados ríos, tanto, que desquició a los capitanes al constatar que sus buques encallaban en los meandros, hasta no hacía tanto aptos para la navegación entre Asunción y el mar. El anciano hacía tiempo ya que venía rumiando la cosa, hacer el bolso y echarse a andar. No sabía que buscaba y ni menos lo que podría encontrar, pero sin importarle un comino porque en eso radicaba la magia de viajar. (espacio) Detuve el paso y busqué el amparo de la sombra bajo un puente. Encendí un cigarrillo y abarque con la mirada el indolente río salpicado de islotes, escuchando los chillidos de las aves escondidas, y sentir el viento secándome la garganta. Imposible no evocar mi infancia en el puesto de la estancia Cuatro Ombúes. A poco, percibí entre la niebla de pesticidas y la humareda desatada en los pastizales, imagines que tenía olvidadas con la sensación del temor originario a lo desconocido, tanto como para sobrepasar la voluntad y entendimiento de las buenas gentes. Según contaban las tías, les pasó a mis abuelos acodados en la borda del barco con la mirada perdida entre la esperanza y la nada. Por entonces, corría el año 1900… poco más o menos. Ellas decían, que ellos descubrieron con la travesía el sentido del inabarcable mar y el peligro latente que acechaba en derredor. También decían las tías que los abuelos, como muchos otros pasajeros permanecieron a bordo al arribar a la bahía de Río de Janeiro, tanto era el miedo que les infundían los estibadores negros arracimados en los muelles. Oliendo a selvas y fritangas. Para aquellos montañeses del Piamonte, los negros que veían por vez primera eran una amalgama africana que remitía a la esclavitud o las novelas del veronés Salgari. En pocas palabras, los asuntos inquietantes propio del belicismo de los ingleses o de las mentes afiebradas de los artistas. Como fuese, escapaban sin haber cometido delito alguno porque otra vez soplaba entre europeos los vientos de la guerra. Di fuego al cigarrillo apagado entre los dedos y encaminé mis pasos por la ribera encajonada por la gran bajante. Estoy jugado a buscar el lugar que se remontaba al rancho del puestero, a mis padres y hermanos pequeños y a una vaca lechera que teníamos como parte del jornal. Todo cambió cuando mis padres arreando ganado quedaron atrapados por la correntada, fue durante la crecida del año cincuenta y nueve. Aquello nunca lo olvidaré. Después… mis hermanos y yo tomamos por distintos caminos. Viene a mí memoria, que el horno de la calera y un corpulento eucalipto, fueron la guía de la barcaza para ubicar el amarradero. Cada dos semanas, a según, llegaba por el río con leña y volvía con cal aguas abajo. ¿Estará todo aquello como lo recuerdo? Lo dudo, la gran bajante ha cambiado el paisaje por donde se lo mire. Me detuve a encender otro cigarrillo y en eso, a no más de una cuadra vi a unas pocas personas, como a la espera… Al acercarme, las mujeres al principio me observaron con recelo, pero lo entendí y no tardaron mucho en anoticiarme de la desgracia. Una mano con los dedos crispados sobresalía entre la arena mojada. Sabían que era uno de los pescadores desaparecidos, pero ignoraban de quien se trataba. Cuando pregunté porque no lo sacaban de allí, una de las viudas respondió que lo intentaron, pero a cada golpe de pala la arena temblaba y el cuerpo se hundía como devorado por algo inexplicable. Otra de las mujeres, que dicho sea de paso parecía salida de una salamanca, dijo que el río solo acarreaba penurias a los pobres lugareños, cobrándose caro por los escasos frutos de la pesca. Nada se puede hacer, escuché a otra de las desdichadas, que perdía la mirada en un meandro. No me atreví a preguntar y el silencio se impuso sobre el cielo y las playas cenicientas. Una de las angustiadas voces dijo que las desgracias empezaron con los barcos chinos que encallaron con la bajante del río. Dicen que no llueve en el Brasil, escuché de otra voz. Solo hay incendios por todas partes, abundó una de ellas. Estamos en la antesala del infierno, dijo la que parecía provenir de un aquelarre. Señoras… por favor, se me ocurrió decir a modo de animar los espíritus abrumados por tanto infortunio. Usted no nos entiende porque viene de Buenosaires, terció la que parecía más joven. Nací en la estancia Cuatro Ombúes, aguas abajo de Puerto Ruíz, dije con sano orgullo provinciano. No somos locas, insistió la muchacha, pero después que los barcos volcaran la soja al agua para mantenerse a flote, apareció para nuestra desgracia la peste china… Agradecí a las mujeres por su conversación y me despedí con renovadas fuerzas. El cielo de la media tarde se había oscurecido, mientras las últimas aves y los carpinchos migraban al sur. Migrantes al fin y con la esperanza de sobrevivir al caos, pensé como quien ata cosas sueltas. Encendí un cigarrillo y eché a caminar con el bolso al hombro. Respiré el aire viciado y me sentí reconfortado.

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