La gran bajante/ 3 Por J.J. Ferrite

Al escuchar el ruido de un motor, que como vino desapareció, comprendí que sobre la barranca estaba la ruta. Hacía varios días que caminaba por la solitaria playa a la vera del río, y la nube de tierra de lo que supuse el paso de una F-100, me trajo sensaciones encontradas. La primera, evocar el sur de la ciudad y mi barrio Las retamas. Es que la lejanía de los recuerdos se acrecentaba de modo desmedido según pasaban los días, de un viaje que se presentaba tan apacible como plagado de imprevistos. Después de caminar no sé cuantas cuadras, vi la posibilidad de trepar por la pendiente aferrándome a un árbol seco que yacía con las raíces al aire. En efecto, arriba encontré el asfalto por donde rato antes había pasado la camioneta. Lo que me resultó extraño de tan común, una ruta y un vehículo, como para evocar algo que no sabría precisar, a no ser, la urgencia del conductor por llegar a alguna parte… o a ninguna. A simple vista, las grietas anticipaban en algunas partes el final abrupto de la ruta, sin otra alternativa para los vehículos que tomar por la banquina. Se me ocurrió preguntar. ¿Cuántas veces al cabo de los años hemos optado por el mal menor, pero sin una opción real a la mano? Insistí afiebrado por el solazo. ¿Cuántos esfuerzos desmedidos detrás de un futuro esquivo, ganar el cielo o conquistar el cosmos? Para al fin, presumir que no sea más que un reflejo del terco y anciano pasado. Me detuve a encender un cigarrillo. En estos días el futuro es inasible, me dije y eché a andar. Para mí pobre entendimiento, no dejaba de ser desconcertante que sin el empuje del río las barrancas se desmoronaran arrastrando tras de sí a las casillas linderas, a los árboles y las infortunadas reses. O que ahora, el malsano silencio se impusiera, donde antes se escuchaban los susurros de las caudalosas aguas, o el trino caótico de las aves de los bañados, o el persistente ronroneo mecánico de los grandes buques cerealeros. De tanto en tanto, un amarradero y un caserío marcaban la presencia humana. Un almacén de ramos generales, reuniría a los contados vecinos a cada atardecer, esperando el regreso de las canoas y los pescadores. Como los pájaros asfixiados por la fumigación, los jóvenes migraban con la esperanza de tener suerte, aunque más no fuese una sola oportunidad de trabajo. Como fuera, no quedaba otra… Así decía Margarita, la joven mujer que atendía el almacén, hastiada de tanta soledad. Sus dos hijos trabajaban en el pueblo, en la empresa de camiones, acarreando bultos y encomiendas, por los domicilios particulares o las casas de negocios. Un repuesto para el mecánico, bolsas con alimentos para los animales, cosas así de una lista interminable. Ellos la visitaban una vez al mes por un día o dos. Y esos encuentros despertaban cierto bienestar en el alma. El menor tiene novia aquí, dijo mientras hacía un montoncito con mi pedido: paquete de yerba, tabaco y hojillas, una rueda de chorizo y tres galletas de campo. La mujer, treintañera y rubia como una alemana de película, me convidó con una caña. Mi esposo… para qué mentirle, en verdad no estamos casados, pero todo bien, usted entiende. Guardé silencio y ensayé una comprensiva sonrisa. No es como antes, apuntó con cierta reserva, por la gran bajante tiene que remar aguas arriba, hasta encontrar las ollas frente a las islas de la pedrera. Un secreto sitio para hacer una buena pesca, sin las patrullas de prefectura ni las excursiones de pescadores domingueros. Esa es la razón de que mi esposo pase casi todo el día en medio del río. Lo de la rubia fue un intento de prolongar una conversación que no pasaba de lugares comunes, preguntar cómo está Buenosaires y responderle, no imagina el infierno que es aquello, silencio, no es como acá retrucó la mujer, que salvo por los berretines del río y los incendios nunca pasa nada… Agradecí la copa y devolví la atención invitándola con otra, después pagar y seguir mi camino. No sin antes preguntar cuánto faltaba para llegar al cementerio de barcos. ¿Qué espera encontrar en ese horrible lugar?, preguntó ella con la mirada surcada por el desconcierto. Bueno… la verdad que nada, será porque no sé lo que busco. Saludé mientras me encaminaba barranca abajo. Si gusta pase a la vuelta, dijo ella desde arriba. Hice señas del adiós, a sabiendas que no hay reencuentros para los viajeros. Dos días después de despedirme de la mujer alcancé a divisar las embarcaciones encalladas en el arenal. Lo que antes era un remanso del río, se veía como una extensa playa creciendo día a día de espaldas a la barranca. Los barcos yacían al sol, indolentes como viejos lobos marinos, con los cascos y mamparos oxidados, con las cubiertas y puentes asediados por la arena. Cementerio sin cruces, y las lápidas que no las había, se insinuaban con letras soldadas a popa o proa: CIUD EROS RIO, uno de los antiguos vapores que unía Dársena Sur y Montevideo. Otro rezaba a popa: ONA y un número romano, un legendario remolcador portuario caído en desgracia, fue la fría noticia de los diarios. No faltaban temerarios pesqueros de altura que olían a la épica de los arriesgados hombres de mar. Pero, la naturaleza restablecía el viejo orden, en las totoras enraizadas sobre las cubiertas o en los ceibos asomando entre las bodegas inundadas. Una persona me observaba desde hacía rato, recostada contra un mástil que sobresalía en la playa, ambos parecían remedar a una baliza, una señal encallada como el resto. Antes Margarita y ahora este hombre retrataban la ausencia. A diez pasos, pude ver a un sujeto de edad indefinible, mediana estatura, curtido por el sol y vestido con un descolorido overol azul. Del cuello colgaban un rosario con cuentas de plástico y el largavista, del cinturón, una linterna y la funda sin el arma. _ Buenos días saludé, resoplando por la falta de aire en los pulmones.
_ Buen día, dijo el otro mientras me observaba de arriba a abajo. ¿Anda perdido don? _ Voy camino a la estancia Cuatro Ombúes… Mi padre era puestero, allá nací. Estoy de paso… Me hablaron de este lugar y de un submarino… _ Me llamo Botazo, pero todos me llamaban Pepe, se presentó el otro más distendido. Soy el sereno del cementerio desde que abandonaron la barcaza que tripulaba… se fueron sin pagar un peso, y la empresa se la llevaron al Paraguay. _ Le creo, fui obrero metalúrgico y recuerdo los años bravos. Alejo Pertinente, un gusto, dije en el acto de darnos la mano. _ Salvo los muy jóvenes por no haberlo vivido, rezongó Pepe, todos recordamos los noventa… menos algunos flojos de sesera. Armé un cigarrillo y le alcancé el tabaco y la hojilla. El hombre agradeció el vicio. _ Sígame y le muestro el submarino. Cruzamos como pudimos por las cubiertas arruinadas de los buques, inclinados, doblegados, postrados frente a las aguas amarronadas del río, quietas, traicioneras como la yarará. _ Ahí lo tiene, frente suyo… Frente mío reverberaban las aguas al punto de enceguecer a quién se atreviese a mirarlas. Usé la mano a modo de visera y a poco distinguí los bancos de arena y los camalotes encallados, las islas cubiertas por el monte achaparrado y el cielo con el picante del mediodía. No supe que decir. _ Aquello que ve allá, parecido al caparazón de las tortugas, es la torreta del submarino carcomida por las correntadas ácidas. _ Yo creí… _ ¡Bué! Todo bien Don Alejo. Todos tenemos la necesidad de creer en algo. Lo invito ir a la sombra, a comer unos bagres amarillos con mandioca. De paso le cuento la opinión de Pirita Fader, el arqueólogo de naufragios que viene cada tanto. _ Interesante… atiné a decir. Don Pepe, no le miento si le digo que las frituras me abren el apetito.

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