La gran bajante / 4 Por J.J. Ferrite

El casillaje de la barcaza semienterrada en la arena sobresalía con altanería, como una antigua casa en ruinas, tan inclinada como descascarada. Y a ese lugar fue donde me condujo Pepe Botazo. El hombre que conocí a orilla del río apenas pisar el arenal del cementerio de barcos. Bastaron unas palabras y algún gesto amistoso, como compartir un cigarrillo, para abordar una charla franca. Después, el imperio del sol nos llevó a buscar la sombra, y fue entonces cuando el veterano marinero me invitó a comer. _ Esta fue la embarcación donde trabajé durante añares, la RP-133, para al fin terminar conchabado como sereno, desde el día que quedó amarrada al muelle a la espera de mejor suerte… No hubo modo de que recobrara la libertad perdida, y aquí está, arrumbada y olvidada como los prisioneros de la isla de Montecristo. Subí a tres pasos detrás de Pepe por un andamio de tablones, que en algunos tramos oficiaban de rampas o puentes, hasta que llegué a saltar la borda y creer que moriría sin más. En ocasiones como esta, el cigarrillo restaba aire a mis pulmones al punto de la asfixia, lo que me impuso a su vez, guardar silencio. O respiraba o hablaba, a eso llega uno con los años… _ Hasta que otro día llegó la pura mala suerte. Como les pasó a los marineros de los factorías rusos, a una, abandonados los barcos y las tripulaciones, allá por el ´89 o noventa. Hablé con algunos de ellos en Tandanor y en el puerto de Mar del Plata. Hombres acostumbrados a los mares helados, convictos algunos, guapas mujeres en las tripulaciones a la par que los hombres. Un astillero y un puerto, testigos de cómo la mayoría de ellos se hundieron en la nostalgia y el alcohol. Desde que lo perdido, un gran amor o la patria, demanda un pensamiento como el madero al náufrago… Nosotros, aunque abandonados estábamos en nuestra patria, dijo Botazo con un dejo amargo en la voz. Lo único que sobraba eran los rumores, de que esto de que aquello, que todo al fin se iba a solucionar… Había que aceptar que el cambio era indetenible y solamente nos pedían tiempo para ver los frutos. Al fin, demasiado tarde, descubrimos los frutos podridos de los cambios. Por culpa de aquella noche interminable perdí mujer e hijos, quedé con lo puesto hasta que una mañana recordé sobresaltado un sueño en que perdía los sueños… Y créame don Alejo, lo que es sentirse solo y perdido al despertar, para descubrir el olor a sentina en medio de la oscuridad, en la pura nada. Pepe era la voz de los desheredados del río, y el eco de otros tantos miles y miles que, a partir de entonces, el mayor trabajo fueron las horas perdidas en buscar trabajo. Yo entre uno de ellos… aprendiendo a comprender el divorcio, entre el país de nuestros mayores y vivir en el país del despojo, de las nuevas oportunidades… y cambiar para perder. Para muchos, el adiós a imaginarse un futuro venturoso. Ni siquiera eso… imaginar. Sobre la cubierta, el marinero había construido una enramada con un fogón y una mesa de tablones clavados. _ Es nomás para comer de parado, aclaró mientras encendía el fuego. Con los incendios, lo que sobra es leña seca y problemas nuevos. En el pañol de proa, señaló Pepe, tengo todo para pasar el invierno y los temporales del verano. Guardo el revólver a mano y si las cosas se ponen difíciles, cierro la tapa del tambucho y gatillo un par de tiros por los ojos de buey. Mientras hablaba saló los bagres y los tiró en la grasa hirviente. _ No son mala gente, se sabe, pero con unas cervezas subidas en la cabeza son de cuidado. Buscadores de bronce, que cuando se les da la suerte de encontrar un herraje o un buje, escuchará durante horas, como al picapalo en el monte, el golpeteo de la maza y el corta fierro. Puede decirse que somos buenos vecinos… créame lo que le digo confesó, mientras acercó un plato desbordante de mandioca hervida y colocó los fritos sobre la mesa. _ Buen provecho, dijo Pepe mientras quitaba el espinazo del pescado. Lo que no queda es vino. _ Por mí… desde que salí de mi casa tomé un par de cañas, al paso no más. _ Le cuento lo que se dice del submarino. Hizo falta lo que se tarda en comer tres fritadas, para que el relato del submarino cobrara la forma imprecisa entre las patrañas y lo creíble. Empiezo por contarle los comentarios que me ha hecho Pirita Fader, el arqueólogo de naufragios, en la última vez que estuvo en el cementerio. Es un hombre preparado, es un doctor en lo suyo y como otras veces trajo el cuaderno donde anota y dibuja cosas. También los tanques de oxígeno y la cámara de fotos. Lo que le digo, doctor del conice, ni joven ni viejo, respetuoso, redondeó Pepe Botazo. ¿Qué hace de su tiempo en esas excursiones?, se preguntará usted. Cosas raras, muy de esa gente. El hombre recoge pedacitos de metales, los mira hasta el cansancio, dibuja y toma fotos, hasta que, satisfecho lo guarda en paquetitos. El doctor Pirita, dice que los metales se pueden leer como un libro, y bajo el ojo del microscopio calcula de que tipo son, si del siglo pasado o más antes, y muchas otras cosas. Decir sin medias tintas, si los restos eran de barcos mercantes o de guerra. Lo que encontró en la primera búsqueda, fueron unas astillas de cedro del Líbano y trozos de fierro carcomidos por el óxido. Al segundo viaje, el doctor Pirita especuló que lo encontrado pertenecía a remaches, y una varilla doblada, a un primitivo cigüeñal que para mover la hélice debía girarse a pulso, entre más de un hombre. La madera podría ser parte del casco, según el doctor. Pepe usó una espina del bagre más grande a modo de escarbadientes. Obviamente se vio obligado a guardar silencio, y por mí parte, cuando como pescado lo hago callado. Tragué el bocado y dije una ocurrencia. _ Escuché decir de algún atropellado, de los que nunca faltan a la mesa, atragantase con una espina de pacú y caer muerto después de un inútil forcejeo por auxiliarlo. _ ¡Já! Le cuento de otro caso, don Alejo, le pasó a un compañero de tragón no más, pero que se fue a mejor mundo, asfixiado, embuchado de comer pirón. Pero, permítame seguir con el asunto del doctor Pirita. La primera vez que investigó al modo de un detective, bastó el supuesto cigüeñal para que se despachara, sin decir agua va, con que en la guerra contra los paraguayos los generales de la alianza usaron un arma secreta. Según Pirita, por aquella época los norteamericanos fabricaron un submarino, un prototipo como se dice ahora, de nueve metros de eslora y dos tripulantes a bordo. Pero algo pasó y lo vendieron en 1868. Me acuerdo porque tocamos puerto en Santa Fe, y aproveché a recorrer durante una mañana entera buscando una agencia y un billete de lotería. Le tenía una fe bárbara así que cobré el aguinaldo y en las puertas de la Navidad compré una fracción del 51.868 Bueno, para que mentirle, no gané nada pero salvé la plata del billete… Y según Pirita cuenta, habría un archivo privado, de un coleccionista carioca, con el boleto de venta de un submarino bautizado “Pioneer” y comprado en Nuevaorleans por un gran banquero, un barón brasileño. Pero usted se preguntará ¿cómo vino el submarino a dar a estas aguas? Todo parece indicar, nada seguro dicho sea de paso, asegún un anciano correntino estudioso del río y sus consecuencias, que por aquel año de 1868, una vez más otra gran flota armada remontó el Paraná rumbo a Asunción. Esta vez tenían, como ya había ocurrido con don Juan Manuel, al afán de libre navegación, la lucha contra la tiranía, y por supuesto, con el total apoyo de la comunidad internacional. Se entiende, según lo comentó Pirita en una mateada a la sombra de la RP-133, con los préstamos y pertrechos suministrados por los europeos durante los cinco años que duró la guerra. Y al fiado por mucho más tiempo… asegún dicen. Bueno, vuelvo al misterio de como el “Pioneer” terminó en el fondo del río. De las especulaciones y leyendas, separada la borra del café, queda que el submarino se hundió acompañado por el vapor que lo transportaba al escenario de la guerra, en la confluencia del Paraguay con el Paraná. Conocí esos lugares y las trincheras del cuadrilátero… dijo el dolido marinero. Un incendio en el barco de transporte llevó al naufragio del vapor y el submarino estibado en la bodega. ¿Dónde? Vea allí enfrente, entre la isla grande y la costa santafesina. Usted es dueño de su tiempo don Alejo y si no tiene apuro, puede hacer noche en la barcaza y seguimos la proseada… ¿Apuro?, dije al marinero, mientras armaba y pasaba el tabaco y la hojilla.

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