gran bajante / 6 Por J.J. Ferrite

La
Habían transcurrido más de dos semanas desde que Alejo Pertinente se decidiera a dar un paso soñado, dejándose llevar a merced de los sentimientos como lo único que podía ampararlo de la desmemoria, y sin saberlo, anticipando no el fin sino un viaje sin fin. Echarse a caminar para desandar caminos y así poder encontrarse con su mundo y el rancho del puestero, Jacinto Pertinente su padre, perdido en uno de los cuarteles de la gran estancia Cuatro Ombúes. Y por sobre todo, avivar las emociones de la niñez de cara al asombroso río. Días de atravesar por lugares desoladores, de escuchar los silencios de la gente ribereña, apresadas por la incertidumbre al tratar en vano de anticiparse a los antojos del río. Tenía presente la visión de las viudas aguardando a los pescadores, con la mirada perdida en los reflejos traicioneros de las aguas; así como, a la solitaria niña imitadora del trino de los pájaros desaparecidos; y a la almacenera de un caserío sin nombre, evocando a los hijos, jóvenes a la pesca de un trabajo y algún dinero que el río les escamoteaba. Todos ellos hablaban de las bondades y los espejismos del río, partiendo de engañosos cuenteros o canciones románticas que se escurrían como el camalotal, sin otro propósito que seguir el mandato de las aguas. Mientras caminaba por la playa pensó en el sereno del cementerio de barcos, Pepe Botazo, el marinero que le brindó hospitalidad, el pan y los peces de los que comparten lo que tiene. En las horas desandadas en la barcaza RP-133, que hacía la vez de casa y vichadero, hablaron de los secretos y los tesoros que guarda el cementerio, olieron el aroma de la selva orillera como de las frituras. Y en ese lugar, a la hora del asombro nocturno, captaron la noción de la pequeñez y lo efímero, bajo la lluvia arrachada de estrellas en el firmamento. Hasta que alrededor de las nueve, la noche en contados segundos y con amplitud cósmica, dejaba ver el brillo y la estela imaginaria de los satélites automáticos… (espacio) Durante las primeras horas de la mañana caminé a la sombra de la barranca, degradada en tramos por la gran bajante, como para dejar a simple vista las capas encimadas de arcillas y minerales de brillo ferrugiento; o cada tanto, parar a observar con recelo y cautela, los escurrimientos violáceos de los químicos. Formadores de estalagmitas al pie del despeñadero, y con cierto parecido a los hormigueros tacuru. Noté que el silencio se imponía a los chillidos agónicos de los pájaros invisibles en las islas, y también noté las órdenes de mando en lengua extraña, proveniente del otro lado de un peñasco solitario en medio de la arena. Vinieron a mi memoria los cuentos de mi madre, un recurso antiguo en la campaña, para alargar la velada y hacer más llevaderos los duros días del invierno. Armé un cigarrillo y fumé a mis anchas mientras caminaba con la curiosidad puesta, no en la enorme roca, sino en lo que ocultaba a mi mirada. Una de aquellas historias deshilvanadas a la lumbre del fogón asomó en mi memoria de niño. Trataba de las voces extranjeras, turbias, que se imponían entre el administrador y los mayorales de las grandes estancias, un chapuceo demencial más que palabras, donde tanto ingleses como italianos impartían órdenes a destajo. Los peones, contaba mi madre, se abocaban a lo suyo con las orejas alertas como los perros, porque como ellos serían maltratados al menor descuido. Tus abuelos no fueron esclavos, pronunció ella con apesadumbrado orgullo, pero que las pasamos las pasamos… Como tantas veces, sus palabras parecían un hervido sanador capaz de proteger desde muy antiguo a los sobrevivientes de estas tierras. – Hora de dormir – ordenó mi madre cuando yo pregunté algo que resultaba incómodo por lo ingenuo de mis ¿por qué? Al rodear el peñón, surgió en respuesta a mi curiosidad, un buque escorado en la postura agonizante de los que morirán en la chatarra; y su tripulación, luchando febrilmente para no ser arrastrados por la suerte del buque herido. El capitán barbarroja ordenaba por los altavoces aligerar la carga, generando desde las bodegas abiertas una cascada de porotos y polvo, como para dar lugar a un mar de soja en medio del gran río. Navegación fluvial que involucraba a los puertos de tres países sojeros, transportando por millones, a pesar de la bajante y el derrame de las riquezas… Dicho sea de paso, pensó don Alejo, y sin metáfora alguna. Los marineros hindúes, filipinos y malayos en su mayoría, tal como acostumbran a contratar las empresas piratas, resultaban indistinguibles a simple vista. Inmersos en una nube de cereal, semejaban a fantasmas semidesnudos paleando granos en medio de una gritería infernal. Maldiciendo su suerte unos, entonando alabanzas otros, mientras la Muerte al menor descuido capturaba otra víctima, (atribuida en la bitácora del capitán, a pestes desconocidas o a las mortíferas alimañas del Paraná). Resultaban asuntos minúsculos, humanos, cosas que pasan, las muertes por negligencia o los accidentes fatales, sino el puñal corvo de un tripulante que daba forma a la venganza… En el puente de mando, el capitán y sus oficiales vigilaban las tareas de alije con armas de mira telescópica y la radio en mano. Pero no solamente atendían al calculado derrame de la carga, sino a los imponderables del factor humano, execrable y típico, del marinero enfrentado a lo desconocido. Tratar de evadirse haciendo pactos con el alcohol o el cannabis, vaya y pase. Pero intentar escapar al contrato de navegación en tanto, trabajadores libres, y pretender echarse a nadar hasta alcanzar la ribera soñada, significaba en el código no escrito de los cargueros, la condena a muerte…

Comentarios

Entradas populares