La gran bajante / 7 / J.J. FERRITE

Seguí mi camino agrandando distancias con el barco noruego, y no miento si digo que temí escuchar un tiro y caer de bruces, sobre un banco de arena que ni siquiera tenía nombre ni destino. Mi afán no es de lucro. Sí he de afanarme por regresar al sitio donde nací, el rancho del puestero Jacinto Pertinente perdido en una rinconada de la gran estancia Cuatro Ombúes. Me detuve en un recodo del río, al amparo del sol y con el gemido de los sauces llorones en mis oídos, como una plegaria que nos ampare de los desastres del comercio ultramarino. La endiablada gritería había quedado sepultada en el arenal junto al carguero, la imagen de otro frustrado intento para alcanzar el cielo, tal la leyenda de la torre de Babel. Tomé unos tragos de agua y comí una posta de bagre frito, vianda con la que contribuyó Pepe Botazo, el marinero y custodio del cementerio de barcos. Tomé otro trago de agua y me abandoné al susurro de la brisa. Vino a mi mente un asunto extraordinario, poco menos que increíble, porque se sabe que los hombres de mar y los escritores mienten sin piedad, y lo contado por el sereno del cementerio no escapaba a la regla. Podía ser otra de las tantas mentiras que dan vueltas, y creer o no, una cuestión de fe. Reconozco, como que me llamo Alejo Pertinente, que he enfermado de escepticismo. Esa rara continuidad de los misterios del río esta vez llegaba demasiado lejos. En palabras del marinero (por lo escuchado al arqueólogo de naufragios), al ligar el submarino inglés HMS Huge yaciente en el lecho del río, aguas abajo, con un tesoro escondido en el camarote de los oficiales. Tesoro desaparecido hace casi ochenta años… el mismo tiempo transcurrido desde el hundimiento del submarino en aguas del Mediterráneo africano, en 1942. En la próxima parada no debo olvidar comprar tabaco, calculé mientras acomodaba las hebras en la cuna de la hojilla. Según afirmaciones de Pirita Fader, doctor del conice, tan sólo una parte de la leyenda del tesoro perdido, fue hecha libro y después película, aunque parezca traído de los pelos. En resumidas cuentas, (hablé solo como los viejos, tratando de interpretar el asunto), hace cientos de años sino miles, los Cruzados en sus correrías por Tierra Santa se cobraron a cada paso un botín fabuloso en joyas y piedras preciosas. Fue una peregrinación para recuperar las calaveras de santos varones o las astillas del madero del Crucificado, pregonan los hombres de fe en todas las épocas. Mi memoria derivó a asuntos del realismo fantástico en estos pagos del nuevo mundo. Las ciudades doradas inhallables en las selvas y morir en el intento expedicionario, sino el cuantioso saqueo del oro y plata del Potosí, que fue a parar, de las carabelas realistas a los piratas caribeños o los mercaderes y banqueros de Flandes, que para el caso, fue el del ladrón que roba a otro ladrón. Dicen que el libro del tesoro escondido, da cuenta de Sami Espade, un detective privado bebedor de whisky y vida enmarañada, un tipo peligroso si alguien, rufián o policía, se cruzaba en su camino. La promesa de una jugosa paga le bastó para encarar la búsqueda de una estatuilla engarzada en piedras preciosas, que los Cruzados habrían obsequiado al emperador, oriundo de Gante, Carlos V. Desde esa época la alhaja pasó de una mano avara a otra, se dio por perdida en Grecia y después confiscada por los comunistas, desorientados todos, como atrapados en la cinta de Moebius. Hasta que finalmente se hace de ella Sami, entre un tendal de asesinatos, amoríos de todo tipo y la oportunidad a mano de hacer un brillante negocio. Pero, la frustración fue espantosamente contagiosa al descubrir que la estatuilla era falsa y todo el esfuerzo en vano. Hasta ese punto parece llegar el argumento de la película y del libro, que ni vi ni mucho menos leí. Me rasqué la cabeza, observando las nubes que surcaban con desgano el cielo sucio de hollín, y recién entonces, escuché a las ramas de los sauces murmurando. No sabía si fui presa del sueño o alucinaba con las pilas de monedas del tío Mac pato. Como que todavía resuena en mi oreja, la voz titilante del sereno del cementerio al momento de susurrar: el doctor desnudó lo que se traía entre manos. Habría serios indicios, continuó, de que el HMS Huge esconde su secreto en alguno de los camarotes de los oficiales. Y dé por seguro que Pirita Fader no descansará hasta descubrirlo. Usted sabe lo empecinados que son esos tipos. Su temor, había dicho Pepe Botazo, era a la fatalidad acompañante a la estatuilla. Maldición capaz de despertar la avaricia humana, y sembrar de mentiras y muerte en este tranquilo lugar, afirmó convencido pero tartamudeando. Esa noche, observando de reojo a la luna y esquivando el maligno reflejo en las aguas, Pepe guardó el revólver en la cartuchera y durmió bajo la enramada con un ojo abierto. A media noche, ladraron los perros bravos. El sereno creyó ver a alguien asomándose al tambucho de popa de un remolcador portuario. ¡Otro hurgador de bronce!, gritó e hizo dos disparos al aire respondidos desde las sombras con una procaz y barroca puteada orillera. ¡Pobre marinero! Apenas lo recuerdo, pero en una mesa de truco había escuchado, que la avaricia y la locura son hermanas inseparables… y si lo recuerdo es porque esa vez tenía en mano los dos anchos, de bastos y espadas. Antes del amanecer, con pasos cortos y silenciosos abandoné la barcaza y puse rumbo a mi añorado pago, con la inquietud de dejar atrás los fantasmas del cementerio. Ahora me dejo llevar por las nubes que habían virado al color cerezo, del temple de los aceros. Mientras un gallardo halcón plateado se posó en la copa del sauce. Escuché el estampido de un disparo y pensé en los desgraciados del buque encallado o en los carroñeros de chatarra. El cambiante color de las nubes, advertía que bien podrían asemejarse al tinte de la sangre. Cuando en eso… me quedé dormido.

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