La gran bajante / 8 Por J.J. Ferrite

Había pasado la noche junto a una fogata vivaz recostada al tronco trasfoguero. Al reparo del frío nocturno el fuego resultaba acogedor, pero en cambio, mis pensamientos se alborotaban a la espera del nuevo amanecer. A mi edad, como que me llamo Alejo Pertinente, se sabe que pensar es un vicio imperdonable, aún más, que el arrebato y los pecados de juventud. Las conversaciones con el sereno del cementerio, habían tenido un giro, si se quiere tan impensable como caótico. Habíamos proseado de otros tiempos y de los misterios que guardaba el Mediterráneo africano. De un submarino hundido, de un tesoro escondido y hasta de una película americana que remitía ligeramente al asunto. Dedicamos horas en comentar hechos y anécdotas, en comparar y dar por descartados asuntos inverosímiles, hasta el momento de llegar a preguntarnos por el tipo de buenosaires. El arqueólogo que husmeaba las aguas en torno al cementerio de barcos. El doctor Fader fue quién dio lugar a una complicada historia, donde la raíz del asunto un tesoro perdido y la búsqueda sin desmayo durante cientos de años. Para desgracia del sereno, el crucigrama planteado por el arqueólogo sin otro ánimo que ilustrar, terminó haciendo mella en su razonar. A punto tal, que el ex marinero, comenzó a atribuir al maldito asunto las fatalidades reiteradas en aquel apacible lugar. La humana avaricia y los amores traicioneros y la seguidilla de muertes, decía el hombre abatido por los nervios, son el telón de fondo de una tragedia sin sentido. A mi modesto juicio, fue demasiado para el alma desdoblada, de un hombre de mar ahora del río, viviendo en una barcaza arrumbada… Aunque eso ahora no venga a cuento, murmuré mientras avivaba el fuego. Estaba visto que esa noche no podría conciliar el sueño. Si no nervioso, me sentía maniatado por una ansiedad desmedida… la cercanía del fin del viaje y su sagrado propósito, encontrar el lugar que me vio nacer. Mediaban tantísimos años y distancias, entre mi niñez y este anciano, entre la estancia Cuatro Ombúes y el sur del gran buenosaires, que por primera vez dudé, tanto como para sentir que podía echarse todo a perder. Cada tanto, me preguntaba si en la vida no estaba cargando cosas demás… o tarde notar el vacío que dejaban asuntos inmanejables, como un borroso gran amor o la pérdida de un ser querido. En ese divagar estaba, corrí el cierre del sobre de dormir y de cara al cielo azabache aguardé la llegada del sueño. (espacio) El sol había girado por sobre la barranca y cerca del mediodía, abrillantaba con lentejuelas las aguas del gran río, en tanto aclaraba las sombrías islas. Me sentía raro, las piernas doloridas por el esfuerzo pero con la renovada euforia de saber que, al atardecer a más tardar llegaría al viejo puesto de la estancia, al rancho de Jacinto Pertinente, mi difunto padre. A una cuadra o poco más, divisé un almacén asomando al borde de la barranca. Media cuadra antes, trepaba como una enredadera salvaje una escalera rústica con un cartel: ULTIMA SALIDA. Llegué al almacén extenuado, después de subir los treinta y nueve escalones de la empinada escala, la rústica hechura, de palos de eucalipto que cimbraban al menor movimiento. Un hombre viejo, acodado detrás de un ventanuco enrejado me observó con el recelo de quien mira la llegada de un extranjero. Capaz que el viejo me confundía con los peones golondrinas que llegaban desde el litoral norte y de más allá, de tierras guaraníes, en busca de lugar donde jornalear. Buen día, saludé una vez recuperada el habla. Lo vi venir por el arenal, dijo el viejo por la cavernosa boca desdentada. Necesito tabaco y hojillas, pedí también un pedazo de queso que olía a rancio y tres galletas de campo. Casi lo olvido, por favor agregue un paquete de yerba. A un costado del modesto boliche, una foto de Maradona y una lámina del Gauchito Gil colgaban de la pared, seguramente concitando la mirada de sus fieles. Una ramita de incienso humeaba con olor de antiguas iglesias. Por respeto a lo sagrado me quité la gorra. Reconozco que de niño dudé y para cuando me fui del pago, me convertí en otro desertor del ejército de los cruzados. ¿Falta mucho para llegar a la estancia Cuatro Ombúes?, pregunté mientras pagaba con dos billetes de quinientos. Me dio el vuelto por la compra, pero el recelo persistía de modo inocultable. Por fin el hombre rompió el silencio. Camine hasta aquella nube y encontrará la estancia, dijo con enigmático balbuceo. Me resultó tan extraña la respuesta como la mención a la nube misma. Al desviar la mirada la vi con sentimientos contrapuestos. De un blanco centellante y turbulento, emergía desde el río hasta sobrepasar la barranca, gigantesca como un hongo envenenado. Quizá el solazo del mediodía había cocinado mi sesera, quizá no atinaba a distinguir ni menos comprender, la advertencia que en la lejanía la nube provocaba. Me sentía incómodo y ocultamente satisfecho, feliz. Por fin había llegado a mi pago… En los altos cerros, los cuervos merodeaban por sobre la nube en un ir y venir circular, como si el mandato del vuelo tuviese un propósito agorero e inevitable. Dejé atrás el almacén, y a no más de media legua de caminar por la banquina, de una antigua ruta asfaltada a tramos caprichosos, pero no tanto para impedirme avanzar. Apuré el paso, es un decir más emocional que real, con el cigarrillo en la comisura de los labios y el ansia en aumento. Hasta que me detenía de tanto en tanto, aprovechando el reparo sombreado de algunos árboles solitarios. A mi derecha, asaltado por las tóxicas ramas del Palam-palam y el abrazo mortal de los higuerones, se podía ver el viejo puente ferroviario. Indemne como en los viejos tiempos del granero del mundo. A diferencia del arruinado puente, el sediento arroyo Los pericos parecía reír. Bueno, dije a modo de balance, después de tantos días de marcha al fin había llegado a la patria de mi niñez. Escuché un motor enfurecido y observando un camino rural vi aproximarse un paisano en motocicleta. Como alma que lleva el diablo, en contados minutos me alcanzó. El saludo fue cortante como el filo de un puñal, para preguntar si estaba perdido o qué. No demoró ni un minuto más para dar la alerta, porque la avioneta fumigadora de la compañía sobrevolaría el campo, y eso, no era bueno para los niños ni los viejos, dijo con tono de velada amenaza. La Kawasaky Ninja, como vino se fue, encarando para el lado del almacén y levantando a su paso, la polvareda de cien caballos. Retomé el camino observando el cielo con desconfianza… Y oír, con sentimiento contrariado, el gemido latente hacia lado de la cercana autopista. Caí en cuenta, que los barcos encallados dejaban libre el camino para la caravana de grandes camiones con acoplado, enlazando hábilmente, los silos de los campos paraguayos, brasileros y argentinos, con los puertos marítimos que reían con cinismo de la gran bajante del Paraná. Visto esto, confirmé mis sospechas de que las compañías exportadoras, con o sin bajante, no paraban un segundo de registrar ganancias increíbles. El contrabando florecía como en los tiempos de la colonia… y el monopolio de Cádiz. Lo del tesoro escondido en el submarino parecía un cuento de niños. Continué mi camino. Desde arriba de la barraca observé el paisaje que se hacía familiar, a los perros y cerdos comiendo sábalos que flotaban a la orilla del río, el humo de los incendios en las islas y la imponente nube blanca y los miserables cuervos… Una tranquera interrumpió el paso del camino rural, con un cartel que lo decía todo: *ESTANCIA 4-OMBÚES * CEREALES & OLEAGINOSAS* PROHIBIDO PASAR Me detuve en seco, al escuchar el ruido de un motor que provenía de un punto brillante en el cielo sucio. Busqué el reparo de un coposo ombú para resguardarme como pude, entre las raíces como madrigueras y con el sobre de dormir a modo de poncho. Así llegó la neblina mortífera de la fumigación y se hizo la noche…

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