La gran bajante / 10 Fin de un viaje sin certezas / J. J FERRITE

“Milonga pa' recordarte Milonga sentimental Otros se quejan llorando Yo canto pa' no llorar” * * Letra de Homero Manzi, 1907, Anatuya. En eso estaba, regresando con el gran río al poniente y la fantasmal nube de la estancia a mi espalda, con cierta frustración y desesperanza, desde que el mundo de la niñez había sido violentamente trastocado por la siembra directa, los mercados y el contrabando. Encendí un armado y di una pitada paladeando el humo del tabaco en hebras. Mi cabeza, a ratos, daba vueltas en medio de un mundo desconocido, plagado de novedades, tantas como para uno sentirse indefenso. Hasta el cielo estaba cambiado. Las nubes deshilachadas, las estrellas opacas y mustias sobre el firmamento sucio, entremezclado de hollín y pesticidas. ¿Qué dioses serían capaces de habitarlo? Escuché el rugido de motores que me recordaron a la avioneta fumigadora, pero para mi sorpresa, esta vez se trataba de dos motociclistas. Mi flaco cuerpo se paralizó de sólo verlos acercarse. Armados de fusiles me interrumpieron el paso y acto seguido, los tipos de pocas palabras, escupieron unas frases hechas y me acorralaran como a una res. Sólo uno, ni joven ni viejo, vestía el uniforme de guardia privado. Negro este no es tu lugar, dijo un moreno a modo de declaración. Viejo sos libre de elegir, apuntó el pelirrojo, balanceando el arma sobre los hombros. Los tipos no me daban respiro y se notaba que no eran improvisados en lo suyo. Le quedan tres opciones y una salida, dijo en tono conciliador el de los ojos azules. Miré uno a uno a los cuatro, presintiendo, que portaban en sus venas la herencia de vaya a saber que alimaña y el habla impostada, de los que acostumbran a dar órdenes. Viejo este no es tu lugar, reiteró el mismo tipo, como si fuese el custodio de una verdad desvelada. Sos libre de elegir, mintió el joven pelirrojo con las artimañas de un vendedor de autos. No perdamos tiempo, dijo el de ojos azules, es la terminal de micros… o la comisaría. Ustedes los negros son todos iguales. Se atrevió a usurpar la propiedad de la empresa y eso se paga, apuró el uniformado, que hasta ahora se había mantenido en silencio. Los miré con el entrecejo fruncido, sorprendido y embroncado, como quien se topa a plena luz del día con una banda de asaltantes. Me miraron como idiotas. Actitud que recuerdo, típica de los guardias del turno noche, con los ojos enrojecidos por el sexo porno del teléfono celular. ¿Yo usurpador?, pensé mientras el suelo se movía a mis pies. Si no escuché mal, dije agobiado al no encontrar la salida, me pareció escuchar algo de tres opciones… Los cuatro tipos se miraron y sonrieron con descarado cinismo. Caí en cuenta, que era tarde para corregir mi error por hablar demás. Ellos, irradiaron una vibración imperceptible como la víbora de cascabel, para entonces ordenar con la seguridad de quien se cree dueño de la verdad. Negro, vamos a hacerte un favor… dijo por fin el moreno en tono amenazante. Basta con un balazo en la nuca, vaticinó el que sostenía el fusil entre los brazos entrecruzados. Sólo uno, el tiro del final… El río guarda muchos secretos, uno más… qué más da, dijo el que parecía el jefe. En sus miradas reflejaban, más que el orgullo del trabajo cumplido, lo placentero de su proceder. ¡Flor de gauchos! Cuatro tipos contra un viejo… Pero, esta vez guardé silencio. Me voy a subir al micro que me lleve a casa, dije apesadumbrado, de los giros tan inesperados como peligrosos y un viaje alterado en cuestión de horas. Me sentía abrumado y con ganas de que terminara todo de una vez. El río indiferente continuó su derrotero, mientras los tipos encontraron algún motivo para la risa. Se los veía relajados, bien comidos y con el beneficio de los intocables. Uno habló por radio y a los cinco minutos llegó una 4x4 de la empresa con otros cuatro tipos armados. Y el letrero pintado en las puertas: *4 OMBÚES - CEREALES & OLEAGINOSAS* (espacio) Atardecía sobre los campos sembrados y el cielo azul rosado, ensuciado en parte y resignado, a que los incendios estamparan un sello grisáceo en el paisaje. La autopista sobrevolaba los bajíos y al gran río enfermo, que asomaba de tanto en tanto, como un desvalido pidiendo ayuda en una cama de hospital. Los cascos de las estancias eran invisibles en la llanura. No se veían braceros ni jinetes a caballo, ni tampoco tropillas de un pelo, como que el ganado había mudado de potreros. La soledad de la pampa era de otra sustancia… había cambiado, otras eran las semillas manipuladas, otras las máquinas, y en consecuencia otras las almas… Los hombres ricos o pobres, para bien o para mal, también habían cambiado. Desde la elevada autopista, todo lo que abarcaba mi mirada eran los infinitos campos sembrados de soja. Como el mar, del color resplandeciente de las esmeraldas. Los nervios me consumían y a ratos caía en el sopor engañoso de los sueños. Vislumbré espejismos. Me sentí pájaro con un ala herida. Vi a los cuatro tipos acechando. Soñé con el 17, inexpresivo para un viaje en el tiempo buscando el lugar, desaparecido, donde había nacido. Diecisiete días de marcha hasta tropezar con la nueva estancia. El diecisiete, la desgracia y una corazonada para jugarlo a la quiniela. Me despabilé cuando remontamos la subida del puente a la isla Talavera. ¿Qué había hecho de mi vida? Aparte de nacer en el rancho del puestero Jacinto Pertinente, y crecer entre el abecedario y novato aprendiz de los oficios del vivir. Y más tarde, trabajar a destajo como los norteamericanos. No recuerdo ahora, los años que pasaron desde que mi primo Julián se embarcó rumbo a Texas. Lo fui a despedir a Ezeiza. Al principio tuve noticias de Julián, trabajaba en un frigorífico de pollos. La última vez, y de eso hace añares, decía que había comprado un automóvil y se había casado con Yoli Villa, una muchacha nacida y criada en Dallas. La madre mexicana y el padre desconocido. Una caravana de camiones retrasaba al micro, pero eso no tenía remedio. Era así nomás, y más por el atolladero del tránsito, a partir del segundo puente y la bajada en Zárate. Abajo, el río Paraná zigzagueaba como un animal acosado… Las ciudades de la pampa húmeda eran cada vez más grandes, y la ocasión soñada por los jóvenes para hacer pie y encarar de frente un destino diferente. Como le pasó a mi primo Julián y a mí, y también a dos de mis hermanos, perdidos en algún lugar del gran buenosaires. Bueno, si es por el consumo de alcohol, de drogas y remedios, diría aunque parezca un disparate, que en eso también nos parecemos a los norteamericanos. Además de compartir, las noticias embrolladas y la mirada artera de los comentaristas de la televisión, y como ellos, acostumbrarnos al uso y abuso de las armas para el mantenimiento del orden público, o la defensa personal, o a según, para el atraco a mano armada. Al aproximaros a una ciudad, la autopista hacía una larguísima ese a modo de esquivarla y proseguir la patética, sino fúnebre marcha. A nuestro costado, los barrios privados, guardados por el camuflaje de las altas ligustrinas y espinosas santaritas, con el ojo certero de las cámaras de vigilancia. Y no sé, si la elección imprecisa de sus dueños, tomada entre la libertad individual y el miedo atroz, pandémico… para mayor desasosiego. La caravana de camiones serpenteaba con su valioso cargamento. Recordé los buques varados por causa de la gran bajante y el cementerio de barcos. Reviví en la cubierta de una barcaza, las noches saturadas de estrellas y los profundos sonidos del monte. Los lugares como las personas, indefectiblemente se transforman… ¿Cómo se verá mi primo Julián? ¿Lo reconocería si me lo cruzase en cualquier lugar? ¿Y el me reconocería a mí, después de sobrellevar separados el tiempo y la distancia? Me siento mareado y lo atribuyo al manojo de nervios que me regalaron los guardianes de la estancia. Si no, es el olor a alcohol y desinfectante que invade a los micros en tiempos del virus. Pienso a los tumbos como cualquier viejo… y agradezco a los dioses el don de pensar y malpensar. Insisto, recibimos lo exótico con deslumbramiento seguido de una confiada aceptación. Primero, la llegada a estas playas de San Nicolás el padre de Papá Noel, y de esto hace ya mucho tiempo. Lo siguió la Coca. Y desde no hace tanto, los viajes a Disney Word y la visita de Hallowen, con el lejano sello de los irlandeses. Como en el gran país del norte, también vivimos en democracia y ahora que lo pienso, con dos facciones sino partidos, en una pugna viejísima que aquí llamamos grieta. Grieta por donde se derrama como en el volcán de Cumbre Vieja, no la lava, sino la otaria desmemoria nuestra… En el horizonte, el cielo encendía las primeras luces y sombras sobre la gran ciudad y su arrogante puerto. Ella, sin límites de ninguna naturaleza… en un país maniatado por la estreches. En este viaje sin fin, revisaré las chances y pronósticos para jugar unos cartones, como en el bingo, con el solo afán de cambiar y aventurarme yo, Alejo Pertinente, a ser un norteamericano por adopción. Uno entre tantos, como Julián y Yoli Villa y millones de inmigrantes de todas partes. Por fin, el micro detuvo la interminable marcha al llegar a la terminal de ómnibus. Había vivido diecisiete días entre algunas penurias y la vida plena. Creo de buena fe, que no tengo nada de que arrepentirme. De eso se trata. Allá, los del norte, son como son, a su propia manera. Pero no sé… Siento recuperar la nostalgia por mí barrio Las retamas y la gratitud de vivir al sur del gran buenosaires… en la Sudamérica de mis sueños. Libre de virus. www.avast.co

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