La gran bajante / 9 J. J. Ferrite

Esta vez la noche me jugó una mala pasada, como a un convaleciente atrapado bajo un sopor desconocido. No eran los efectos de una borrachera ni achuchado por fumar en exceso lo que sentí, apenas caer en los abismos de un sueño espantoso. Al despertar, el cielo se veía limpio, del color de las piedras escondidas en el fondo de los arroyos, y el viento pampero empujaba el humo de los incendios hacia el otro lado del río. Si se quiere una buena señal, pero que no alcanzaba para disipar las pesadillas machacando en mi cabeza. Encendí un fuego mientras consideraba los imprevistos. Uno era el realismo embrujado de algunos sueños. El otro, el paso cerrado a la estancia y entonces recordar con fastidio la otra estancia, como un lugar de ensueños y puro ocio, donde me abandonaba recostado en un cojinillo. Miré el cielo buscando el lucero, una señal reparadora, a riesgo de confundirla con el brillo amenazante de la avioneta. Nada. Escupí el amargor del primer mate y di comienzo a la mateada. Una parte buena de lo soñado se había colado, con la liviandad en la que solemos soñar los viejos. Ellos estaban allí y con eso, alcanzaba de sobra para justificar el tardío viaje de vuelta. Volví a vivirlo todo como fue. Al viejo eucaliptus, que daba amparo a los nidos promiscuos de las cotorras, muy altos, inaccesible para las piedras de la honda o las correrías nocturnas de las comadrejas, allí estaba, parado frente mío con la tozudez de los árboles centenarios y el saber de los sobrevivientes. Contaban mis tíos, que a ese eucalipto lo plantó un caudillo cuando la patria era sofocada por los virreyes. Un acto desafiante al monopolio de la Corona, cuando el azar quiso, que entre los regalos de los naufragios llegaran a la orilla arrastrados por el oleaje, lotes de maderos y toneles, baúles celosos de su guarda, y un arbolito que no se resignaba a morir. El gran río se convirtió en la tumba para la corbeta proveniente de tierras australianas. No hubo sobrevivientes… decían mis tíos, todos fueron barridos por un temporal que espoleaba el mismísimo satanás. Pero el sueño estuvo también plagado de alucinaciones, del funesto eucalipto colgaban apiñados por cientos los vampiros, hasta que uno a uno, se dejaron caer sobre el niño del cojinillo para regocijarse de sangre. En ese momento me desperté horrorizado, sin poder discernir, si fue a causa de un sueño viciado o los efectos malsanos de la fumigación. Miré al cielo con temor y como todo hombre sin dios, sin saber que me esperaba. Volví a dormirme a pesar de mi resistencia a hacerlo. De lo que recuerdo, me vi con mis hermanos pescando en el amarradero de la barcaza, que traía una vez al mes leña del monte y llevaba cal del horno de la estancia. Allí lo pasábamos pescando bagrecitos y mojarras, disfrutando bajo el sol de la buena vida. Y así, estar a nuestras anchas, hasta que el sueño se nubló y yo fui seducido por las cantarinas aguas del río. Ocurrió todo a una, ver a una sirena rubia y caer del amarradero ante la mirada atónita de mis hermanos, al verme a poco, hundirme en las podredumbres del lecho. Ser espectador de mi propia muerte implicaba un misterioso saber, desconocido para mí. El ahogo anticipó el pánico y por segunda vez me despertaba sobresaltado y feliz de constatar que seguía con vida. Armé el primer cigarrillo por el simple placer de fumar.
Apagué el fuego, escondí el bolso entre las raíces del ombú y eché a andar alivianado de peso. No estaba para grandes aventuras, pero si había llegado hasta la tranquera, buscaría la forma de cruzar a la tierra prohibida. A la madrugada, de ánimo tan tranquilo como decidido, al traspasar el alambrado de siete hilos noté las marcas de la civilización. En el camino, había dejado atrás un montón de teros y torcacitas que yacían en la tierra aleteando inútilmente. El panorama era francamente desolador. Con la gran bajante a un costado, la nube crecía como una masa fermentando, densa hasta el punto de ocultar los silos que como gigantes dominaban la llanura; y por otro lado, camuflando de polvo blanco al uso de los maquillajes fúnebres, alcancé a ver el largo muelle de hormigón ya un barco chino alineado con las mangas de carga, pero empantanado en el lecho del río a espera de la subiente. Los granos caían al socavón de las bodegas como las lluvias doradas de otoño. Y los tripulantes enmascarados por sus turbantes, semejaban a zombis agazapados en la cubierta, apariciones repugnantes como todo en el mundo de ultratumba. Me resultó intrigante, sin sentido, descubrir la inmundicia acompañante de los grandes cargueros transoceánicos, y por primera vez, prestar atención a las leyendas negras que perseguían a los tripulantes desde el principio de los miedos. No fue menos extraño cuando alcancé a ver la pequeña pista de aterrizaje, a la avioneta y al piloto adormilado, mientras comía un sándwich y llenaba los tanques con veneno. Por detrás de la pista, a un par de cuadras se elevaba un espigado edificio de acero y vidrio hasta casi rozar la luna. Y con un artilugio de los ingenieros, como colgado del cielo mismo, un cartel: 4-Ombúes Cereales & Oleaginosas. Y un letrero de tamaño subordinado, que llamaba al descreimiento: ALIMENTOS NUTRITIVOS PARA MILLONES (espacio) ¿Podría haber equivocado al dar con el lugar de mi niñez? ¿Perder la brújula en un cruce del camino? ¿O confundir con otro al arroyo Los pericos? Armé otro cigarrillo, le di llama y entorné los ojos… Entre el humo traté de encontrar una respuesta, básica y elemental, acorde a la experiencia y saber de un hombre del común. Dejando de lado a los tipos geniales, que aunque escasos, formulan otras preguntas y demandaban nuevas explicaciones al caos. Pensé en el sueño original, remontar el gran río para recordar, pero sin haber pensado que al paso de los días derivaría en un viaje sin fin, de recorrido elíptico como el de una nave espacial a la deriva. Cansado sino derrotado, desande el camino dejando atrás a la tierra prohibida. Pensé en los perros y en Buenosaires al sur. Mi patria adoptiva y nostálgico lugar. Di nueva llama al cigarrillo apagado y seguí mis huellas sobre la tierra agrisada, tarareando una reparadora milonga arrabalera. “Milonga pa' recordarte Milonga sentimental Otros se quejan llorando Yo canto pa' no llorar”*

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